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23 de febrero de 2009

LA AGONÍA DE LA POESÍA

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No digáis que agotado su tesoro,
de asuntos falta, enmudeció la lira;
podrá no haber poetas; pero siempre
habrá poesía.

Gustavo A. Bécquer




        A menudo me pregunto qué está pasando con la poesía. Como estudiante de Letras conozco muy poco de ella y mis conocimientos se restringen a una época pasada, dorada si se quiere. Al momento de nombrar poetas, suelo pensar en los clásicos como Luis de Góngora, Francisco de Quevedo, Gustavo A. Bécquer (de quien es la cita que abre este post), Sor Juana Inés de la Cruz, Charles Baudelaire, Lord Byron, Arthur Rimbaud, Walt Whitman, Pablo Neruda, Alfonsina Storni, etc., etc., etc. Es decir, nadie vivo, nadie contemporáneo. Por un momento creí que se trataba de un problema o una limitación mía (probablemente así sea), por lo que comencé a preguntarles a otros... No había caso, prácticamente nadie leía poesía y los que lo hacían nombraban los mismos y viejos poetas que solía nombrar yo. Hubo algunos, muy pocos, que demostraron un cabal conocimiento de la producción poética actual, pero en todos los casos ellos mismos formaban parte (o al menos eso deseaban) de dicha producción. Entonces tuve una sensación: la poesía se está convirtiendo cada vez más en una práctica sectaria que no sólo acepta la indiferencia del mundo, sino que la hace suya.

        Decir que la poesía ha muerto es ser, por un lado, extremista y, por otro, ignorante. La poesía no murió, aunque esté agonizando. De haber muerto no verían la luz nuevas generaciones de poetas, y basta con ir a una librería para ver nombres de autores cuyos libros pertenecen al siglo XXI: María Isabel Calo, Germáns Arens, Inés Aráoz, Giselle León, Silvio Mattoni son algunos ejemplos de los nuevos poetas argentinos, muchos de los cuales deben costear sus propias ediciones ante la indiferencia de las grandes editoriales. Pero, en última instancia, ¿quién conoce a estos autores? En la Universidad no se trabajan, en los pasillos no se oyen, en las calles no existen... A diferencia de lo que ocurre con algunos escritores de narrativa (que todavía pueden aspirar a cierta popularidad y relevancia), los poetas parecen estar restringidos al recorrido sectario de la poesía argentina contemporánea: bares de luces bajas, noches de invierno, ponencias presenciadas sólo por familiares y amigos, ediciones de autor, etc. Y no creo que esto se deba al poco talento de los poetas, sino a la indiferencia por parte de la sociedad en su conjunto.

        En la actualidad se lee poco. Cuando la modelo Karina Jelinek dijo que no pertenecía a la generación que leía libros, todo el mundo salió a mofarse de ella. Sin embargo, lo mismo se lo he oído decir a muchas personas antes y, al menos en mi opinión, no me parece que se haya equivocado tanto. Si bien en cantidad de lectores esta generación es muy superior a sus precedentes, también es verdad que la relación «cantidad de lectores-personas alfabetizadas» demuestra que estamos bastante mal. Antes había menos personas que leían, pero también menos que sabían leer, mientras que ahora muchos saben leer (aunque más no sea en su nivel más básico) pero pocos son los que leen. Es que vivimos en un momento de gran velocidad, en donde todo tiene que hacerse de forma rápida (desde calentar la comida hasta ver transcurrir las escenas de una película). La lectura implica un estarse quieto, un detenerse al que ya no estamos acostumbrados. Si el cine clásico resulta en muchos casos lento y aburrido, cuánto más la literatura, sea ésta en prosa o en verso. Por esto mismo, las personas que son tenidas como «ídolos» o como modelos a seguir no incluyen, salvadas unas cuantas excepciones, a los escritores. Hoy se sigue admirando a deportistas, a actores de cine y a músicos (como lo ha sido siempre, desde los orígenes de cada uno de ellos), pero ya no a los escritores. Hace cien años, en la Argentina, había personas como Leopoldo Lugones o José Ingenieros, hombres de pluma (poeta el primero) que con sus palabras y sus escritos influían en las personas, pero eso quedó muy atrás.

        El problema está en la poesía. El desarrollo de la música, en especial del rock and roll, con sus letras elaboradas, su velocidad y rapidez afines a los tiempos en que vivimos y su identificación con la sociedad, ha hecho que las personas no tuvieran que dirigirse a los libros para disfrutar de la palabra poética y su sonoridad. Además, a esto hay que sumarle el culto al ídolo del rock, que siempre se presenta como uno más del común de las personas, a diferencia de la posición de élite (siempre alejados de la masa común del pueblo) que rodeó a los poetas más célebres[*]. La música, por otra parte, absorbió el caudal de artistas que, de no existir la música como hoy existe, habrían terminado siendo poetas. Así, la música hirió a la poesía, la hirió de tal forma que no parece que vaya a recuperarse.

        «Música vs. Poesía». No es correcto plantear esta disputa porque en realidad no es tal. No hay competencia ni lucha entre una y otra. Tal vez la hubo en algún momento, pero ya no. Pocos eligen a la poesía, todos eligen a la música. A decir verdad, es bastante lógico que así ocurra. Como dije antes, estamos atravesando un momento donde las personas prefieren lo fácil y lo rápido a lo lento y lo complejo. No digo con esto que la música sea sencilla (al menos no para los que la producen), pero sí que requiere menos esfuerzo para disfrutarla por parte del oyente que la poesía por parte del lector. La prueba la da el hecho de que se puede disfrutar de la música sin saber de ella o de sus letras (conozco a fanáticos de los Beatles que no saben inglés y desconocen el sentido de sus letras). La música carece de ese impulso de develación significativa que sí tiene la poesía: por más que leamos poesía surrealista, siempre vamos a intentar descifrar (consciente o inconscientemente) lo que está diciendo, lo que refiere. Por otra parte, se puede disfrutar de la música mientras se hace otra cosa (mientras se maneja, se corta el césped o se tiene sexo), en cambio la poesía (como todo acto de lectura) obliga a detenerse, a hacer un stop y a concentrar todos los sentidos en el espacio del poema. El esfuerzo que hay que hacer para disfrutar de una o de otra es, entonces, significativamente diferente[**].

        Pero sigue habiendo poetas y yo conozco personalmente a algunos de ellos, aunque ignoro mucho de su trabajo. La razón de esto es que no participo de sus reuniones en donde la poesía se mezcla con el simbolismo erótico y el vino tinto. Supongo que por no ser poeta no me intereso al respecto, pero me gustaría que esto cambie. Creo que le debemos eso a la poesía. Los poetas existen, pero son irrelevantes (parece imposible que vuelva a haber un Lugones entre nosotros), y la poesía está allí, pero es casi invisible. Me arriesgaría a reelaborar la máxima becqueriana y afirmar: podrá haber poetas, pero no le queda mucho a la poesía.

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[*] Por supuesto que hay excepciones. Acá no incluyo a los «poetas sociales» como Nicolás Olivari, Raúl González Tuñón o Álvaro Yunque, que se han identificado con los sectores populares y denunciado, desde su poesía, los problemas de que eran víctimas (la pobreza, la exclusión, las enfermedades y el hambre).
[**] La siguiente prueba demuestra la facilidad inherente en el disfrute de la música: comparen cuanto tardan en memorizar una letra de una canción al escucharla y cuánto tardan en memorizar un poema. Verán que es mucho más fácil memorizar una canción (sin importar su extensión) que un poema. Asimismo, repasen cuántos poemas recuerdan de memoria (en el caso de que sean lectores de poesía, por supuesto) y cuántas canciones, y verán que la diferencia es abismal.


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EL TRAJE DEL MUERTO, de Joe Hill

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«No era por vender almas por lo que uno tenía problemas, sino por comprarlas.»
Joe Hill, El traje del muerto.



        Joe Hill quiso conseguir sus metas por sus propios medios, sin recurrir a «atajos» que le facilitasen su camino y le ahorrasen esfuerzos. Por eso utilizó un seudónimo (o más bien una reducción de sus nombres) al momento de comenzar su carrera como escritor y no su verdadero nombre: Joseph Hillstrom King. Lo que Joe Hill quería ocultar era su árbol genealógico, específicamente su rama paterna: quería evitar que se supiera que era hijo del mismísimo maestro del terror moderno, Stephen King. Al parecer, Joe Hill (que seguiré llamando así por respeto a su voluntad) consideraba que, por tratarse de uno de los hijos del famoso escritor norteamericano, iba a tener un trato privilegiado y que muchas puertas se le iban a abrir sin importar su verdadero talento. Ahora, después de recibir varios premios por su libro de cuentos 20th Century Ghosts y de vender los derechos cinematográficos de El traje del muerto (Heart-Shaped Box), su primera novela, se ha revelado la verdad. Una verdad que, en rigor, no es tan importante, ya que Joe Hill ha demostrado que su talento es completamente independiente respecto de sus relaciones familiares.

         Si bien la escritura en algunos aspectos recuerda a King padre (el recurso tal vez más evidente es el de utilizar una frase como hilo conductor de diferentes reflexiones y acciones de los personajes), el estilo de Joe Hill tiene la fuerza necesaria como para ser valorado fuera de toda relación. El manejo de la tensión, la fluidez narrativa, la maestría en las descripciones hacen que El traje del muerto sea un libro que, realmente, no pueda ser abandonado hasta terminarlo. La novela cuenta la travesía de Jude Coyne, un músico de Heavy Metal recientemente retirado, que tiene como afición coleccionar objetos relacionados con lo paranormal y que se encuentra con un oferta que no puede rechazar: la de comprar el fantasma de un viejo que se subasta por Internet. Así, Jude compra el fantasma y como consecuencia de la transacción recibe en su casa el traje del muerto. Pero no todo resultará como pensaba, y el fantasma será en realidad alguien que en vida había jurado vengarse de él y que ya muerto piensa llevar a cabo dicho juramento. Entonces, Jude tendrá que escapar en compañía de su joven pareja, Georgia, y de sus dos perros, Angus y Bon, en una carrera contra-reloj en donde la presencia continua y amenazante de la muerte y los virajes de la historia no permitirán al lector relajarse en ningún momento.

        Celebro la aparición de esta (muy buena) opera prima, que nos demuestra que las historias de fantasmas pueden seguir produciendo miedo y que hay talentos tan grandes que, incluso, rebasan la medida de una sola generación.



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Sobre el autor: Joe Hill nació en 1972 como Joseph Hillstrom King. Es el segundo hijo de Stephen y Tabitha King. Hill decidió utilizar su nombre abreviado con el fin de no recibir ningún tipo de ventaja por ser el hijo de Stephen King y labrarse así su propio camino. Después de lograr un grado de éxito independiente, en 2007 reveló públicamente su identidad. Joe Hill es el último destinatario de las becas de la Comunidad Ray Bradbury. También ha recibido los premios William L. Crawford al mejor nuevo escritor de fantasía en 2006, A. E. Coppard Long Fiction Prize en 1999 por "Mejor que el hogar" (“Better Than Home”) y el 2006 World Fantasy Award por Mejor Novela por Compromiso Voluntario (Voluntary Committal). El primer libro de Hill, la edición limitada Colección fantasmas del siglo 20 (20th Century Ghosts), publicado en 2005, ganó el premio Bram Stoker Award para la Mejor Colección de Ficción (Best Fiction Collection), junto con el Premio Británico de Fantasía (British Fantasy Award) por la Mejor Colección (Best Collection) y por Mejor Historia Corta (Best Short Story) por "Lo Mejor del Nuevo Horror" (“Best New Horror”). Además, el 23 de septiembre de 2007, en la 31a. Conveción Fantasycon, la Sociedad Británica de Fantasía (British Fantasy Society) adjudicó a Hill el primer premio Sydney J. Bounds Best Newcomer Award.
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- Hill, Joe. El traje del muerto. Buenos Aires, Suma de Letras, 2007.
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VIERNES 13 (2009): una más de Jason

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        Jason Voorhees ha vuelto y, como era de esperarse, no tiene nada nuevo que decir. La película repite exactamente el mismo esquema que sus predecesoras, limitándose sólo a mostrar algunas curiosidades que a los fans podrán parecerles interesantes, entre ellas la escena en que Jason recoge la máscara que es ya un ícono del cine de terror y que apareció por primera vez en la tercera parte de la saga de Viernes 13 (1982).

        La primera parte de Viernes 13 se estrenó en 1980 y la segunda, que de hecho es la primera que tiene a Jason como protagonista, en 1981. Podríamos preguntarnos si el mundo no ha cambiado lo suficiente como para que las cosas que nos asustaban antes no nos asusten ahora. La idea de un mastodonte mudo de dos metros que no muere nunca y que mata sin discriminación en un bosque apartado de la civilización tal vez no sea hoy algo que produzca demasiado miedo. Y a decir verdad, no, no lo es. Viernes 13 (2009) no produce miedo, en absoluto. Sí genera tensión, pero ésta es consecuencia de la sangre, la muerte en primeros planos y el recurso de mostrar rápidas apariciones de Jason en pantalla. Confundir miedo con tensión es algo común, pero no nos engañemos.

        Los esquemas, entonces, se repiten y la película da exactamente lo que los amantes de la saga buscaron por casi treinta años. Para algunos esto puede sonar como una mala crítica, mientras que para otros puede ser la razón perfecta para ir a verla. Que cada uno elija según sus preferencias. Si se concurre al cine esperando ver sangre y chicas con el torso desnudo, entonces no se va a salir decepcionado; en cambio, si se espera ver alguna clase de complejidad en la historia... Bueno, ninguna de las anteriores la tuvo, por qué exigirle eso a ésta.


Ficha técnica
Título original: Friday the 13th
Año: 2009
Duración: 90 min.
País: Estados Unidos
Director: Marcus Nispel
Guión: Damian Shannon y Mark Swift (Historia: Damian Shannon, Mark Swift, Mark Wheaton. Personajes: Victor Miller)
Reparto: Derek Mears, Jared Padalecki, Danielle Panabaker, Amanda Righetti
Productora: Paramount Pictures / New Line Cinema / MTV Films / Crystal Lake Entertainment / Platinum Dunes


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15 de febrero de 2009

DESCANSA... ¿EN PAZ? (parte 2)

La NO repatriación de los restos de Jorge Luis Borges

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Como suele ocurrir en la política argentina, un nuevo proyecto quedó en la nada aun antes de empezar. Ayer comenté la noticia sobre la posible repatriación de los restos de Borges y hoy tengo que mencionar la imposibilidad de que eso ocurra. Es que la diputada por el Frente para la Victoria, María Beatriz Lenz, se echó para atrás, como quien dice. Al parecer, la idea de la repatriación habría generado una revuelta que ella no esperaba ni pretendía generar. Por esto, y tras hablar con María Kodama, decidió que su idea no era tan interesante como había creído en un principio. En palabras de ella: «Nunca quise plantear la eventual repatriación de los restos de Borges como un hecho traumático, que diera origen a una polémica ni que causara angustia a nadie. (...) María Kodama es la heredera universal de Borges y pretender hacer algo en contra de su voluntad es absurdo. Sería ponerme en contra de la institucionalidad. (...) No se trata de retirar ningún proyecto, porque nunca llegué a presentarlo formalmente en la Cámara, pero sí de decir que abandono la idea». En fin, da risa ver cómo ante el menor debate la diputada opta por abandonar su idea. Por lo que parece, la política argentina no es a prueba de confrontaciones.

Maestro, puede quedarse tranquilo. Ningún peronista osará mover sus huesos...

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14 de febrero de 2009

DESCANSA... ¿EN PAZ?

La repatriación de los restos de Jorge Luis Borges





La diputada por el Frente para la Victoria, María Beatriz Lenz, presentará a fines de febrero un proyecto de ley para repatriar los restos de Jorge Luis Borges, los cuales descansan en Suiza desde 1986, año en que el escritor falleció a los 86 años víctima de un cáncer hepático. De prosperar en el Parlamento, el proyecto se convertirá en un asunto de Estado que procurará que la repatriación se concrete el 24 de agosto de 2009, día en que se cumplirán los 110 años del nacimiento del escritor.

Ahora bien, al leer esta noticia tengo que admitir que me llené de una profunda (y perturbadora) inquietud. Una vez más, me vengo a enterar de que llevo toda una vida engañado. ¿Acaso Borges no había deseado (y así lo había manifestado) descansar en paz en Ginebra, lugar en donde había vivido parte de su juventud rodeado de su familia? En teoría, sí; y de hecho esto siempre fue remarcado por los detractaros de Borges. Más de una vez me he cruzado con gente que «odiaba» a Borges y que justificaba ese odio en el «rechazo» del escritor hacia nuestro país. Cuando yo les preguntaba sobre ese rechazo (que en verdad no conocía y sigo sin conocer), ellos se encogían de hombros y me decían: «era extranjerizante». De nada servía explicarles el interés que sentía Borges por este país y sus letras; la importancia que había tenido para el desarrollo de nuestra cultura; el hecho de que su primer libro se llamó Fervor de Buenos Aires; de nada servía marcarles que sí, que había decidido morir afuera, pero que también había tomado la resolución de vivir adentro; de nada servía: no querían a Borges y jamás lo querrían. Pero en el siglo XXI, la historia parece ser otra.

Al parecer, según cuenta el presidente de la Sociedad Argentina de Escritores y biógrafo de Borges, Alejandro Vaccaro, el autor de «El Aleph» «en su juventud y madurez expresó su voluntad de que sus restos descansaran en la bóveda familiar», ubicada en el Cementerio de La Recoleta. Para sostener su afirmación, Vaccaro se remite a la Antología personal, publicada en 1961, en donde Borges afirma: «No paso ante La Recoleta sin recordar que están sepultados ahí mi padre, mis abuelos y tatarabuelos, como yo lo estaré». Además, esta semana la Agencia de Noticias de la República Argentina (TELAM) publicó una nota en donde se llama la atención sobre una entrevista a Borges que, en 1969 y para la televisión pública francesa, le realizaron José María Berzosa y André Camp. En ella, el autor argentino expresa su voluntad de ser enterrado en el panteón de su familia. Hasta aquí todo se ve muy claro: Borges quería descansar aquí, en Buenos Aires. Pero no, ya que su esposa/viuda y albacea (y quién sabe cuántas cosas más), María Kodama, afirma que, antes de morir, su esposo le dijo que quería descansar en Ginebra. ¿Y entonces?

Tengo que admitir que me siento confundido. Si Borges quería permanecer en Buenos Aires, ¿qué ganaba o gana Kodama con retenerlo en Suiza? En fin, probablemente nunca lo sabremos, como no sabremos si realmente Borges tomó la decisión de ser enterrado del otro lado del gran charco. Lo único que queda es marcar la fabulosa ironía de que está siendo víctima uno de los mayores hacedores de ironías que tuvo la cultura universal: si es verdad que quería que lo enterraran aquí, ¿cómo se tomaría el hecho de que es una diputada del Frente para la Victoria (la principal fuerza política que representa al peronismo) la que está moviendo los hilos para traerlo? ¡Ay Maestro, desde acá puedo oír cómo repican sus huesos al temblar frenéticamente debajo del verde césped de Suiza!

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36 PASOS: terror hecho en Argentina

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       Tuve la oportunidad de ver la película 36 pasos (2006), una producción independiente realizada por la productora platense Paura Flics y que ha recogido excelentes críticas y numerosos premios, tanto nacionales como internacionales. Entre los reconocimientos se pueden mencionar el premio a Mejor Guión y Mejores Efectos especiales en el certamen Buenos Aires Rojo Sangre y el de Mejor Película de Terror en el Festival De Cine Independiente de Mar del Plata. Además, ya se habla de remakes norteamericanas y de versiones para el mercado europeo. En Argentina, se puede conseguir consultando la página de la distribuidora de cine independiente VIDEO-FLIMS (http://www.videoflims.com.ar/).

       36 pasos cuenta una historia macabra que involucra a bellas y exitosas mujeres que se ven obligadas a preparar una fiesta de cumpleaños para una compañera de la primaria que ni siquiera recuerdan. En el caso de que algo salga mal o de que no cumplan con las reglas, tendrán que responder con sus vidas. El manejo de las imágenes y los diálogos claramente «argentinos» nos sumergen en un mundo nuevo, donde el terror también puede ser nuestro. Y sí, 36 pasos es mejor que muchas de las películas de terror (generalmente norteamericanas) que estamos acostumbrados a ver. Los seguidores del terror/gore verán que la película lo tiene todo: un gran manejo estético de las escenas, humor, sangre, mujeres hermosas (y desnudas), suspenso, terror psicológico y visual, etc. etc. etc. Cuando uno termina de verla, no puede más que sentirse satisfecho... y orgulloso, al ver que en la Argentina se hacen cosas buenas.

        La película fue filmada en La Plata bajo la dirección de Adrián García Bogliano y con guión de éste y Ramiro García Bogliano. Para más información, les dejo las direcciones del blog de la película y de la productora: http://36pasos.blogspot.com/ y http://www.pauraflics.blogspot.com/.


Ficha técnica
Título original: 36 pasos
Año: 2006
Duración: 98 min.
País: Argentina
Director: Adrián García Bogliano
Guión: Adrián García Bogliano y Ramiro García Bogliano
Reparto: Noelia Balbo, Ines Sbarra, Ariana Marchioni, Melisa Fernandez
Productora: Coproducción Argentina-España-Estados Unidos; Condor Media / Paura Flics / Roman Porno Eiga



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7 de febrero de 2009

INTELECTUALES: discusión y polémica

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        El post titulado «¿La película o el libro?» despertó una serie de comentarios que abrieron una polémica, en ningún momento prevista por mí, sobre la soberbia de los intelectuales y su contraposición (supuestamente por decisión propia) respecto de los sectores populares. Dicha discusión trascendió el espacio del blog y se extendió a lo que sería mi círculo íntimo y profesional. Por esto mismo, me gustaría reflexionar un poco sobre el lugar de los intelectuales en nuestra sociedad. No pretendo darle un cierre a la discusión, sino, por el contrario, contribuir al desarrollo de la misma.

        Una de las cosas que noté en todas las discusiones que tuve sobre el tema es la indefinición del concepto de «intelectual» que manejan aquellos que intentan discutirlo. Al parecer, para sus detractores, los intelectuales son unos individuos esqueléticos y con anteojos que suelen estar encerrados en bibliotecas discutiendo sobre temas de literatura y filosofía que no le importa a nadie más que a ellos. Además, estos sujetos enclenques y aislados tendrían como características: primero, ser sectarios (es decir, replegarse en grupos reducidos de iguales); segundo, elitistas (ese grupo de iguales debe ser considerado superior y elevado); y tercero, soberbios (todos aquellos que no forman parte de su grupo serían «la plebe», de condiciones inferiores a las suyas). Ahora bien, cuando pedí que me dieran un ejemplo de intelectual, no supieron dármelo, sino que se mantuvieron en una idea abstracta del mismo, mencionándome, a lo sumo y cuando se veían acorralados, a un Borges que hace décadas ya no está con nosotros.

        Antes de comenzar cualquier discusión, lo mejor es definir los conceptos que se pretenden discutir o defender. Por esto mismo, es necesario definir, aunque más no sea brevemente, la categoría de «intelectual». Intención por de más complicada. Como marca la convención, el concepto de «intelectual» comenzó a utilizarse con cierta regularidad a partir del año 1898, en Francia, con el caso Dreyfus y la famosa carta de Émile Zola conocida como Yo acuso. Luego, durante más de un siglo, se ha intentado definir, estudiar y establecer lo que son y deberían ser los intelectuales. Autores como Sartre, Gramsci, Said o Bourdieu (por sólo mencionar algunos de los más renombrados) reflexionaron sobre la cuestión e intentaron dar algunas respuestas. Por razones de espacio no nos centraremos en ellas (ni en los conflictos que despertaron), para ello recomiendo el libro de Carlos Altamirano Intelectuales. Notas de investigación[*] que proporciona una mirada panorámica de la historia de este concepto. Lo que intentaré hacer aquí es, simplemente, dejar de lado la discusión sobre la «tarea» del intelectual (que dominó la mayor parte de las reflexiones hasta nuestros días) para centrarme en el «lugar» que ocupa hoy, entre nosotros.

        Antes que nada, pasemos a definir qué sería entonces un intelectual. Para decirlo de forma simple, el intelectual sería aquél cuya fuerza de producción es, justamente, el intelecto y cuyas reflexiones giran en torno a la cultura (entendida ésta como el lugar de la literatura, la filosofía, la historia y el resto de lo que se conoce como «estudios culturales»). Por supuesto que me veo en la obligación de dar una definición como ésta, ya que, después de Gramsci sabemos que la división del trabajo entre «manual» e «intelectual» no es exacta (hasta el trabajo manual más básico posee una cuota de intelectualidad y viceversa)[**]. Además, en esta definición que acabo de dar quedarían afuera los científicos e ingenieros, quienes deberían, sin lugar a dudas, ser considerados intelectuales. Insisto, me veo en la obligación de dar esta definición por la idea de «intelectual» que utilizan sus detractores y a la cual me referí en un comienzo.

        Entonces, quien ya pensó sobre el lugar del intelectual fue, entre otros, Pierre Bourdieu. Bourdieu desarrolló el concepto de «campo intelectual» que, dicho sea brevemente, sería como el espacio que ocupan los intelectuales formando así un grupo. Por supuesto que este campo no es homogéneo ni está exento de conflictos y pugnas, pero lo que me parece interesante resaltar es que, para Bourdieu, este campo intelectual pertenece al sector dominante (es decir, al sector de los burgueses), aunque sería algo así como el subsector dominado de él. Así, aquellos que pertenecen al campo intelectual tendrían lo que se denomina «capital simbólico», que, al igual que el capital económico, estaría desigualmente distribuido y otorgaría cierto poder.

         Pero, ¿cuál es el lugar que ocupan los intelectuales dentro de nuestra sociedad (entendida como una sociedad moderna/capitalista)? ¿Qué podemos decir sobre esto nosotros, según lo que alcanzamos a ver en los medios de comunicación y en nuestros círculos cercanos? Dejemos de lado un momento las reflexiones sobre la lucha de clases, el papel de los intelectuales «comprometidos» u «orgánicos», la producción simbólica y la autonomía de las prácticas culturales y abramos simplemente los ojos... ¿Qué vemos? Lo que veo yo, al menos, es que los intelectuales, hoy por hoy, ocupan un lugar extremadamente desplazado dentro de la sociedad moderna. Cuando un Premio Nobel de Literatura como José Saramago sale a criticar a Hillary Clinton, su crítica no se publica en la sección de política internacional del diario Clarín, sino en la de opinión (que, al menos en la versión online, ni siquiera figura como sección). De esta manera, vemos cómo los «intelectuales» (los que se incluyen dentro de la definición que dimos) están relegados a secciones de dudosa calidad que sólo son consultadas por ellos mismos (en el mejor de los casos). La influencia de ellos en otras áreas («campos» diría Bourdieu) se encuentra más que nunca relegada y aplazada. Ahora, yo me pregunto, ¿cómo puede pensarse en la «soberbia de los intelectuales» cuando ellos no son más que figuras de barro representando una comedia (cuando no una tragedia) en escenarios alejados y secundarios que sólo pocos (cuando no ellos solos) ven? En estos días, el saber de los letrados no proporciona «prestigio» en la sociedad, lo que, según creo, es necesario para ser soberbio, por lo que esa «soberbia», que tanto le achacan sus detractores, no es más que una ilusión que se mantiene de tiempos pretéritos en donde el arielismo imperaba en las mentes de aquellos que pretendían conducir a la humanidad.

         En una sociedad regida por poderes económicos y movilizada por conocimientos en mayor medida científicos y tecnológicos, el saber letrado no ocupa más que una parte bastante insignificante del conjunto social al que pertenece. Sólo es relevante para el grupo mismo que lo posee. Por esto, esa soberbia intelectual no es más que un anacronismo, una realidad que tal vez significó algo antes, pero que hoy es una sombra, ya que, ¿quién puede ser soberbio por poseer algo que no sólo no le da un lugar de importancia, sino que, por el contrario, lo relega hasta los últimos asientos de este enorme salón que es el mundo de los saberes? ¿Cómo alguien puede ser soberbio por considerarse (o saberse) intelectual, cuando el epíteto «intelectual» suele usarse como insulto? La soberbia, hoy, es soberbia a secas, y eso no tiene nada que ver con la intelectualidad (lo que no quita que, efectivamente, haya intelectuales soberbios, como hay futbolistas soberbios, ingenieros soberbios o taxistas soberbios). Por mi parte, sólo veo la enorme soberbia de aquellos que hablan de los intelectuales sin saber quiénes son y sin ver el lugar que ocupan. No son los intelectuales (que en algunos casos buscan desesperadamente un poco de atención) los que rechazan lo popular (no están en posición de hacerlo), sino que es lo popular lo que rechaza lo intelectual y lo relega lejos con su indiferencia. Con esto no digo que lo popular sea malo (Stephen King, Lost y Los Simpsons son populares y excelentes), sólo digo que, al igual que dentro de la «intelectualidad», hay allí cosas malas y cosas buenas: que Tinelli sea siempre ejemplo de lo malo no es más que una condición inherente a su producto.

         La afirmación de que la soberbia es privativa de los intelectuales es una injuria de los que no quieren ver su propia soberbia y se la endilgan a alguien más, que por otro lado no conocen.

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[*] Altamirano, Carlos. Intelectuales. Notas de investigación. Bogotá, Grupo Editorial Norma, 2006.
[**] Es interesante la frase de Gramsci: «Todos los hombres son intelectuales, pero no todos los hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales» (Gramsci, Antonio. Los intelectuales y la organización de la cultura. México, Juan Pablos Editor, 1975, p. 14).


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CORAZÓN DE TINTA: magia y literatura

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       Todavía continúa en cartelera Corazón de tinta (Inkheart), una historia de fantasía que hace recordar a la clásica Historia sin fin. En ella se puede ver cómo el mundo de la ficción es capaz de ingresar al mundo real a través de la capacidad de ciertos lectores que poseen un don específico: la «lengua de brujo». Si bien la película está claramente dirigida a un público infantil-juvenil, eso no impide que espectadores de todas las edades puedan disfrutar de ella. De hecho, se pueden extraer de su historia diversas ideas sobre la lectura en especial y la literatura en general, como la aventura que representa la lectura, la influencia que la ficción puede tener sobre la vida real (y viceversa) o, más interesante aún, la idea de que los personajes adquieren una vida propia que trasciende la imagen que el autor se ha hecho de ellos. Así, no deja de ser una agradable opción para grandes y chicos.

        Corazón de tinta está basada en la novela homónima de la escritora alemana Cornelia Funke (Dorsten, 1958). Su título en alemán es Tintenherz (2004) y se trata del primer volumen de la trilogía «Mundo de tinta», seguida por Sangre de tinta (2005) y Muerte de tinta (2008). Además, Funke escribió más de una decena de libros, todos orientados al público infantil-juvenil.


Ficha técnica
Título original: Inkheart
Año: 2008
Duración: 106 min.
País: Reino Unido
Director: Iain Softley
Guión: David Lindsay-Abaire (Novela: Cornelia Funke)
Reparto: Brendan Fraser, Andy Serkis, Sienna Guillory, Eliza Bennett, Richard Strange
Productora: New Line Cinema


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