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31 de enero de 2009

LA ESENCIA DEL MIEDO

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         El existencialismo, con Jean Paul Sartre a la cabeza, definió el ser dividiéndolo en dos partes: el ser «en sí» (propio de las cosas naturales) y el «para sí» (propio del hombre). Esta dualidad intentó superar a la que distinguía entre ser y nada, ya que la nada estaría incluida en el «para sí» que define al ser del hombre. La cosa es más o menos así: los animales y vegetales son seres «en sí», esto significa que su ser se define por la continua repetición. Las generaciones de seres «en sí» se van sucediendo sin que nada nuevo aparezca en ellas. Por el contrario, los hombres son seres «para sí», y esto significa que la nada está presente en ellos, y como la nada a su vez está definida por la «negación» (la posibilidad de negar al ser, para decirlo de alguna manera), el hombre es el único ser que posee libertad (libertad de decir no, es decir de no repetirse y por lo tanto de hacer cosas nuevas). Por esto mismo, la historia sólo es posible con el hombre, ya que es él, y sólo él, el que trae al mundo lo nuevo y, con esto, el cambio (la historia de los seres «en sí» no tendría sentido, ya que sería siempre la misma). Por supuesto, la ontología no sólo debería estudiar esta dualidad por separado, sino que tendría que ocuparse del Ser con mayúscula, buscando la integración o síntesis de ambas definiciones (aunque ésta sea imposible). Ahora bien, ¿qué tiene que ver la definición que el existencialismo da del ser con el miedo? En realidad no mucho, pero lo que me pareció interesante es relacionar, desde un punto de vista personal, esta idea del ser «para sí» con lo que podría ser la esencia del miedo.

         De alguna manera, podríamos pensar que todo miedo se reduce al miedo a la muerte: lo que me atemoriza es, en última instancia, lo que me puede matar. Por supuesto que hay excepciones (siempre las hay), pero por lo general le tenemos miedo a los ofidios y a las arañas y no a las hormigas o a las moscas. Todo lo que represente la posibilidad de morir da miedo. Supongamos que tenemos un encuentro con nuestro Creador y éste nos da el don de la inmortalidad[*], entonces dejaríamos de temerle a las guerras, a las enfermedades y a muchas otras cosas que en un caso normal nos aterrarían, ya que sabríamos que cualquier cosa que nos pase quedaría atrás sin dejar huellas.

         Tal vez estamos simplificando demasiado el tema. Podrán decirme, con toda razón, que la gente no sólo le tiene miedo a la muerte, sino también al sufrimiento, a la muerte de un ser querido, a la soledad, etc. Por supuesto, y aquí quería llegar. El miedo a la muerte simbolizaría mejor que ninguno el verdadero miedo del hombre, sin ser él mismo ese miedo esencial. Lo que se esconde detrás de todo miedo es, ni más ni menos, que el miedo a la nada. Es a esto a lo que en verdad tememos, a la nada, a no-ser. Basta con que alguien diga que hay algo después de la muerte (y que se le crea, por supuesto), para que el miedo a ella desaparezca y más de uno esté dispuesto a recibirla con los brazos abiertos, como hacían los cristianos en el Coliseo. Si realmente supiéramos que después de la muerte hay algo, y no nada, entonces nuestro miedo desaparecería o al menos se vería transformado. Por ejemplo: más de una vez he oído, de personas distintas, que es preferible la idea del infierno a la de la nada; y es que en el infierno al menos se sigue siendo, mientras que en la nada todo acaba.

         Lo que se esconde detrás de todo miedo es, entonces, la nada. Ya vimos cómo el existencialismo relacionaba la nada con la libertad, y es que si sólo hay nada, entonces la nada pasaría a ser, y si el ser sólo es nada, entonces nada hay que limite y restrinja. En Sartre queda claro que la nada necesita del ser para ser, ya que ella misma se define como la negación del ser, por lo que si sólo hubiese nada, entonces se sería completamente libre, ya que en última instancia no se sería (al menos no de la forma en que se concibe el ser). Pero nosotros, los hombres, no soportamos esa idea de libertad, ya que nos aferramos a la idea de ser-para-siempre, es decir, de ser como somos actualmente.

        «¿Y qué ocurre con aquellos que no temen su propia muerte, sino la de alguna otra persona?», se me podría preguntar. En ese caso, estaríamos en una variante de la misma situación: lo que se está temiendo en ese caso sería la nada que dejaría la falta de esa otra persona en nosotros y en nuestra vida. Siempre tememos la muerte de algún ser querido (sea éste familiar, mascota o ídolo del rock) y no la de algún desconocido. Podemos sentir la muerte de alguien ajeno a nosotros después de que haya sucedido (ocurre muy a menudo con los jóvenes y los niños o con las personas consideradas «buenas»), pero nunca la tememos de antemano. El temor se basa en nuestra cercanía con la nada, en el hecho de que la nada vaya ganando espacio en nosotros, aunque sigamos siendo un tiempo más.

        En fin, no hablo ni como filósofo ni como psicoanalista (no lo soy, así que no podría hacerlo). Seguramente, ellos podrían decir mucho más sobre esto y decirlo mejor. Yo sólo hablo desde mi lugar, desde lo que soy: un gran miedoso.
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[*] Abriendo un paréntesis, como plantea Leonardo Levinas en El último final (Buenos Aires, Alfaguara, 2005) se podría pensar que el miedo a la muerte no es más que una quimera, ya que cualquiera de nosotros podría ser inmortal. No es descabellado pensarlo. Todos nosotros creemos que vamos a morir simplemente por una asociación inductiva (como todas las personas que vivieron antes que nosotros murieron, entonces nosotros creemos que también vamos a morir), pero, concretamente, no tenemos ninguna prueba de eso. Sólo lo sabremos si morimos.

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ORÍGENES DE UN GÉNERO

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        Para los amantes del género fantástico, del policial y de la ciencia ficción, tengo un dato sumamente interesante. En el tomo 5 de la Historia crítica de la literatura argentina (monumental emprendimiento dirigido por Noé Jitrik y coordinado por algunos de los más importantes escritores y críticos del país) podemos encontrar un texto de Juan José Delaney titulado «Sobre los orígenes de la literatura fantástica, policial y de ficción científica en la argentina». El artículo hace un recorrido desde la protohistoria de estos géneros en nuestro país (en donde ubica a Lucio V. Mansilla y a Miguel Cané), para centrarse luego en los orígenes de los mismos (con figuras como las de Eduardo L. Holmberg y Luis V. Varela) y terminar con los ecos posteriores que marcaron su afianzamiento (Atilio Chiáppori, Leopoldo Lugones y Horacio Quiroga, entre otros). El texto es interesante y nos permite ver una serie de nombres que, hoy por hoy, no se consiguen en las librerías.

        Juan José Delaney es profesor de Literatura argentina en la Universidad del Salvador (USAL). Entre sus publicaciones se encuentran los libros de cuentos Papeles del desierto y Tréboles del sur (con el que obtuvo el Tercer Premio Municipal de Literatura) y la novela Moira Sullivan. Además, becado por el Fondo Nacional de las Artes, publicó Marco Denevi y la sacra ceremonia de la escritura. Una biografía literaria. En 1993 recibió una beca de la Fundación Antorchas para participar del International Writing Program de la Universidad de Iowa (USA). Fundó y dirigió El gato negro, revista de narrativa policial y de misterio.

        El tomo 5 de la Historia crítica de la literatura argentina se titula La crisis de las formas y está coordinado por Alfredo Rubione. A modo general, el tomo trabaja sobre la transición del siglo XIX al XX en la Argentina, transición no exenta de conflictos, no sólo en la literatura (incipiente en aquel entonces), sino en la sociedad en su conjunto. Así, y en lo que respecta a la literatura, se puede ver la aparición del modernismo, los cambios de referentes, el afianzamiento de la crítica, la incorporación, en el teatro, de la jerga inmigrante, etc.

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EL LUGAR DEL SABER QUE NO SABE TANTO

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        En el 2003 apareció publicada, para satisfacción de muchos, la siguiente noticia:



        (Extracto señalado: «La masturbación, practicada con frecuencia en la juventud, disminuye el riesgo de que los hombres tengan cáncer de próstata, revela un trabajo recientemente publicado originalmente en la revista British Journal of Urology y reproducido por New Scientist.»)

       Ahora bien, los que hicieron uso de sus muñecas con la intención de hacerse un bien, lamento decirles que la ciencia, en menos de una década, ha condenado a más de uno. Esta otra noticia, para desgracia de todos, fue publicada este año:


        (Extracto señalado: «El estudio, llevado a cabo en la Universidad de Nottingham, Inglaterra, parece ser más alto si los hombres se masturban con frecuencia.»)
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        ¿Qué se puede pensar a partir de esto? En la mayoría de los casos, la medicina nos hace experimentar cierta tranquilidad ante la posibilidad de contraer alguna enfermedad el día de mañana (siempre el día de mañana). De hecho, a más de una persona le oí decir, con tono que evidenciaba su serenidad al respecto, la ya conocida frase: «Con lo que avanzó la medicina…». Y es cierto, con lo que avanzó la medicina, hoy por hoy, muchos de los fantasmas de antes dejaron de ser atemorizantes. Incluso el cáncer, tal vez la palabra más tenebrosa en todos los idiomas, en algunos casos puede ser superado gracias a los avances de la medicina. Pero qué pensar de estas noticias que no sólo no difieren en algún punto, sino que son radicalmente opuestas. Si creemos en la última de ellas, entonces por fuerza tenemos que creer que hace apenas unos años la medicina estaba completamente equivocaba en su hipótesis sobre el sexo y la masturbación. Pensemos en una persona que durante todo este tiempo se ha masturbado creyendo que con ello se estaba resguardando del cáncer de próstata y ahora se entera de que, por hacerlo, tiene más posibilidades de contraerlo. Suena un tanto gracioso, pero es alarmante si nos ponemos a pensar en las cosas que hoy creemos buenas y que mañana pueden no serlo tanto.

        La ciencia (y la medicina como parte de ella) ocupa el lugar del saber en la modernidad. Ese lugar, que antes fue ocupado por la religión, la filosofía e, incluso, por la literatura, hoy parece estar restringido al conocimiento científico. Todo se discute a través y por medio de él, y nada que no esté de acuerdo con sus supuestos puede ser considerado verdadero. Sé que muchos me dirán: «la ciencia continúa investigando y, por eso, tiene la capacidad de reconocer sus errores y continuar en el camino del develamiento y la verdad». Sí, tal vez, pero hay que reconocer también que ese camino de «prueba y error» no hace más que demostrar lo falible de la ciencia y darnos la certeza de que todo lo que hoy afirma lo negará dentro de unos años. Y tal vez lo que molesta es que cada vez que se afirma algo se lo hace desde el pretendido lugar de la verdad. Parece mentira que después de descubrir tantas cosas, los científicos no descubrieron que no tienen La Verdad bajo ningún concepto (algo que la filosofía, al menos, tenía en claro). Lo que hoy se afirma, será negado mañana y vuelto a afirmar pasado, siguiendo así una cadena de dudoso fin. Y aquellos que quieran someterse a la ciencia para recibir una paz que los ayude a enfrentar este mundo tan ajeno e inseguro, y bueno… tendrán que acostumbrarse a cambiar sus postulados cada tanto.

        Y con respecto a las noticias, tendremos que esperar nuevas «investigaciones» que «develen» «nuevas» «verdades», para ver qué hacemos con nuestro tiempo libre.

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24 de enero de 2009

HOMENAJE A POE

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       Como conmemoración al bicentenario del nacimiento de Edgar Allan Poe, cumplido el pasado 19 de enero, la editorial española Páginas de Espuma preparó una edición especial de sus «Cuentos Completos» con la traducción de Julio Cortázar (considerada por muchos la mejor traducción hasta el momento). Esta edición, al cuidado del mexicano Carlos Volpi y del peruano, residente en Sevilla, Fernando Iwasaki, tiene como atracción especial el haber reunido a 69 escritores de origen español e hispanoamericano para que presenten o prologuen un cuento del autor de «El gato negro». Así, para los que la insuperable pluma de Poe (y la combinación con la excelente traducción de Cortázar) no fuera motivo suficiente para adquirir el libro, pueden leer en él los comentarios o prólogos de jóvenes escritores o los ensayos de dos autores de larga trayectoria y firme reputación como es el caso de Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa.

       No deja de ser extraño que una editorial española reúna a autores españoles e hispanoamericanos para presentar un libro de un norteamericano traducido por un argentino nacido en Bélgica. Pero este desorden aparente no hace más que hablar de Poe, un autor que ha influido en escritores de distintas épocas y lenguas. Así se trate de cuentos de género fantástico o policial, o simplemente de cuentos, la influencia de Poe es innegable (tal vez el caso más representativo sea el Baudelaire, que fue uno de los primeros en revalorizar su figura y obra, o el de Horacio Quiroga, que ha llegado incluso a rescribir cuentos como «El barril de amontillado»). Para todos los que queremos ser escritores, lo admitamos o no, lo sepamos o no, la influencia de Poe es un hecho.

        Los autores convocados para participar de esta edición tuvieron que cumplir con una serie de requisitos: por un lado, haber publicado, al menos, un libro de relatos, ya que esta edición no solamente pretende ser un homenaje a Poe sino también al género corto; y por otro, haber nacido después de 1960. Estas exigencias, que no incluyen, por supuesto, a las caras conocidas y seniles de Vargas Llosa y Fuentes, debieron ser cumplidas por el resto de los escritores que participaron del proyecto.

        Entre los narradores españoles que prologaron los cuentos se encuentran Màrius Serra, Espido Freire, Ismael Grasa, Ricardo Menéndez Salmón, Fernando Royuela, Patricia Esteban Erlés, Hipólito G. Navarro, Félix Palma, Guillermo Busutil, Manuel Moyano, Ángel Olgoso y Miguel Ángel Muñoz.

         Entre los escritores hispanoamericanos podemos ver: por Argentina: a Eduardo Berti, Guillermo Martínez, María Fasce, Esther Cross, Gustavo Nielsen y Marcelo Birmajer; por Bolivia: a Edmundo Paz Soldán; por Colombia: a Juan Gabriel Vásquez y Juan Carlos Botero; por Costa Rica: a Carlos Cortés; por Cuba: a Karla Suárez, Ronaldo Menéndez y Enrique del Risco; por Chile: a Andrea Maturana, Álvaro Bisama y Alejandro Zambra; por Ecuador: a Leonardo Valencia; por El Salvador: a Jacinta Escudos; por Guatemala: a Eduardo Halfon; por México: a Ignacio Padilla, Luis Felipe Lomeli, Tryno Maldonado, Alvaro Enrigue, Pedro Angel Palou, Guillermo Fadanelli, Guadalupe Netel, Fabio Morábito, Mario Bellatin, Antonio Ortuño y Jorge Volpi; por Perú: a Santiago Roncagliolo, Jorge Eduardo Benavides, Ricardo Sumalavia y Enrique Prochazka; por Puerto Rico: a Mayra Santos-Febres; y por Venezuela: a Juan Carlos Méndez Guédez.

         Ahora sólo queda esperar que esta edición se consiga tanto en Argentina como en el resto de Latinoamérica y que, por cuestiones de importación, no se vuelva económicamente inaccesible.

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19 de enero de 2009

¿LA PELÍCULA O EL LIBRO?

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       Siempre la misma pregunta y casi siempre la misma respuesta: el libro. Para los que gustamos de la lectura, la pregunta, incluso, suele estar de más. Siempre preferimos los libros, salvo alguna que otra excepción (tal vez el caso de Psicosis sea el más paradigmático). La cuestión es que ante la pregunta «¿la película o el libro?» aquella siempre sale perdiendo… en teoría.

       Discutir la transposición de un libro a una película siguiendo un patrón comparativo es, siempre, un error. Las películas tienen una lógica de género que no es la misma que la del libro. Por eso compararlas no es el camino, sino que habría que analizarlas según su lógica y ver lo bueno o malo que hay en ellas. ¿Y entonces? Entonces, que los que gusten de leer, lean; y los que gusten del cine, vayan a él; y los que gusten de ambas cosas… ahí simplemente se trata de elegir. Pero hay otra cuestión, una cuestión que nos lleva, nos guste o no, a comparar: en general, una vez que se ha visto una película se pierde el interés de leer el libro. Sé que muchos me dirán que me equivoco, pero los números muestran que la gran mayoría que se sentía interesada en leer El código Da Vinci abandonó esa idea después de haber visto la película. No importa que la novela de Dan Brown fuera superior a la película; no importa que las personas supieran eso; después de haber visto la película ya no valía la pena el esfuerzo de leer el libro. Por eso la comparación no siempre es odiosa, ya que en este caso estaría motivada por una competencia que, aunque solapada y muchas veces negada, existe y prevalece.

       Es que hay una realidad: no podemos leer todos los libros que quisiéramos. Esto es un hecho, y como dice Serrat: «Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio». No hay remedio, algunos quisiéramos leer más de lo que leemos, pero el tiempo es limitado y los días no tienen más de veinticuatro horas. Mientras que ver una película nos consume una hora y media de nuestras vidas, tal vez dos, un libro implica un esfuerzo continuo de varios días. Por eso, a veces decidir entre la literatura y el cine es difícil, y una vez que se ha visto la película, ¿para qué pasar días leyendo un libro cuya historia (al menos en lo más esencial) se conoce, si se puede leer algo que sea completamente nuevo? Si para los que disfrutamos de la lectura la decisión a veces es difícil, para aquellos que no les gusta leer la decisión ya está dada.

        Creo pertinente dar un ejemplo, y el primero que se me ocurre es el de Stephen King. Me declaro admirador de él y disfruto mucho de sus libros. Cada vez que se estrena una película basada en una novela suya tengo la misma duda: ¿voy a verla o espero a poder leer el libro? Y bueno, a veces tomo una decisión y a veces otra (es que tiene muchos libros, y mi paciencia no siempre es de las más templadas). Una cosa es segura, en todos lo casos en que hice las dos cosas (leer el libro y ver la película), sin importar el orden en que lo haya hecho, siempre ha ganado el libro. La última vez ocurrió fue con It. Después de años y años de ver la película, me decidí a leer ese mamotreto de mil páginas. Por suerte lo hice, ya que la historia es increíblemente más compleja que en la película. En el libro se puede ver toda una cosmogonía que indaga sobre el origen de Eso y del Universo, junto con una exploración del mundo infantil que por momentos nos hace preguntar cómo un adulto puede percibir con tanta claridad los pensamientos y sentimientos de los niños. La película está buena e hicieron lo que pudieron, pero la simplificación de la historia hace que nunca quede en claro quién o qué es el payaso y por qué al final aparece convertido en una especie de bicho. En el libro todo es más claro a la vez que complejo, y la razón de ello es sencilla: la literatura permite una complejidad que el cine no, por simple cuestión de espacio. Condensar las mil páginas de It en una película es imposible, tal vez fueran necesarias varias temporadas de una serie o tal vez simplemente no se pueda hacer. El hecho es que no se hizo.

       Como conclusión, la popular frase: los libros son «mejores» que las películas. Hasta aquí no creo que nadie vaya a discutirme (tal vez estudiantes o críticos de cine), pero lo que me llama poderosamente la atención es la poca correspondencia con la cuestión del género. Muchos dicen que los libros son mejores, pero pocos son los que los prefieren. No es una novedad que cada vez se lee menos. La literatura está más desplazada que antes, nos guste o no. Si no me creen, hagan una encuesta en su círculo íntimo y pregunten cuántas películas se vieron en lo que va del año y cuántos libros se leyeron. O mejor aún, pregunten cuánto tiempo se le dedicó a una y otra cosa. Pero en fin, las comparaciones son y siempre serán impugnables, pero algo hay en la literatura y en el cine que permite e incentiva la comparación, cosa que no ocurre con otras artes (nadie compararía una película con una canción o una pintura). De todas maneras, una cosa es segura: el libro siempre es mejor, aunque siempre salga perdiendo.

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17 de enero de 2009

PEPSI: la generación del reclamo

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Vivimos en tiempos en que la publicidad ocupa una parte importante en nuestras vidas: las tiras televisivas de ficción publicitan productos de manera explícita y directa, la vía pública está atestada de carteles y afiches, los famosos ganan más dinero por sponsors que por hacer su trabajo… En fin, prácticamente no hay lugares que estén exentos de publicidad: miremos donde miremos, sea al cielo, al piso o a los costados, allí hay algún slogan que quiere vendernos algo. Por mi parte, trato de no prestarles una atención consciente y de seguir adelante, creyendo idealmente que soy dueño de mis decisiones e inclinaciones (no hay nada mejor que la ceguera autoinducida, ¿no?), pero hay que aceptar que las publicidades, o al menos algunas de ellas, nos muestran quiénes somos, qué es lo que queremos y pensamos en un momento histórico determinado. Por eso las publicidades varían tanto con el tiempo y campañas de diferentes rubros, en un mismo momento histórico, pueden ser similares, mientras que otras del mismo producto pero con años de diferencia no. En todo caso, ahora quiero hablar de una publicidad en particular: la campaña de PEPSI que se ha dado en llamar «Reclamá tu indemnización».

Supongo que las habrán visto. Por lo general, en ellas podemos ver a personas excéntricas, fracasadas y mediocres que ven el origen de su fracaso en el trato que de niños recibieron de sus madres. Así, alguien que hubiese podido ser ingeniero, termina convirtiéndose en un pésimo cantante de rap, todo porque su madre solía vestirlo mal de niño; un muchacho que le es infiel a sus parejas ve como responsable a su madre, que de niño le obligaba a cortarse el pelo de manera ridícula; otro que es acomodador de supermercado, ve su infame lugar en el mundo como resultado de una crianza rígida y ordenada; etc. ¿A qué conclusión llega la campaña de PEPSI?: a que nuestros padres nos deben por la crianza que nos han dado de niños. Entonces a reclamar, y como no se puede pedir mucho, sólo se pide un peso ($ 1.-) de indemnización, que es lo que en teoría se ahorra consumiendo esa bebida.

Vivimos en una generación de reclamo que tiende a ver las culpas en los demás. Lo que hace la publicidad de PEPSI no es más que reflejar eso y utilizarlo de forma jocosa para su promoción. Pero si se mira bien es bastante indignante. Tal vez varias generaciones influenciadas por psicoterapeutas bastaran para ponernos en el aprieto en que estamos, tal vez (y de seguro así es) otros factores más complejos y múltiples nos llevaron a esta concepción del mundo, pero una cosa es segura: pasamos de la visión de época de nuestros abuelos, en donde ni siquiera se podía responder a los mayores, a la nuestra, en donde nos creemos con el derecho de culpar a nuestros padres de nuestras frustraciones y de reclamarles una indemnización por el daño causado. Tendría que darnos vergüenza. No sé si es porque me tomo las cosas muy a pecho (ya alguien, en este mismo blog, me lo ha dicho), porque estoy realmente orgulloso de mis padres o porque yo voy a serlo en pocos meses, pero la cuestión es que estoy cansado de ese «echar la culpa» a los demás por nuestra propia mediocridad. Y ese cansancio se transforma en indignación cuando las personas impugnadas son nuestros progenitores. No digo volver a la concepción de nuestros abuelos (todo extremo es malo), tampoco que nuestros padres no son responsables (por supuesto que tienen sus culpas), pero habría que intentar buscar un equilibrio. A diferencia de lo que muchos opinan, creo que uno es mucho más que el resultado de la crianza de sus padres; por eso dos hermanos criados bajo el mimo seno y las mismas reglas pueden desarrollar personalidades y patologías diferentes (y hablo por experiencia propia). Pero claro, siempre es más fácil culpar, y a quién mejor que a nuestros padres, sin ver que ellos hicieron todo lo posible por procurar nuestro bienestar.

Y así estamos, culpando y responsabilizando a otros de nuestros problemas y fracasos. Eso habla mucho de nuestra generación. Una generación que, por un lado, fue víctima en algún punto de los errores de los que la precedieron (como toda generación), y que, por otro, logró hacerse un cómodo refugio en la cobardía y el desentendimiento.

Ahora, para que puedan ver un poco de que se trata la campaña, les dejo uno de los varios videos que aparecieron en los medios.

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10 de enero de 2009

LA MONSTRUOSIDAD DEL PLACER

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       ¿Dónde se encuentra el origen de una prohibición? La vida está repleta de «haz esto y no hagas aquello», ¿pero las prohibiciones están motivadas desde donde dicen estarlo o secretas (por desoídas) motivaciones inspiran la prohibición de determinadas prácticas? A veces es interesante reflexionar sobre cuestiones que creemos saber y entender a la perfección. A veces es necesario para desenmascarar ciertas convicciones que sólo son tales por la fuerza del tiempo y la imposición. En este caso, me gustaría reflexionar sobre la cuestión del sexo, y me gustaría hacerlo desde una concepción cristiana, ya que considero que ella es la que más conozco, la que más afín siento y, a su vez, la que me parece hegemónica en nuestro tiempo y lugar histórico (muchas personas que no se consideran cristianas, o que efectivamente no lo son, comparten con los creyentes muchos prejuicios heredados de generaciones en las que la Cruz mantuvo su visión del mundo).

         No voy a hacer un análisis exhaustivo de la cuestión porque eso excede las posibilidades de este artículo. Sólo voy a centrarme en algunos puntos. El primero de ellos es la cuestión de la profilaxis sexual. Vemos cómo una y otra vez los creyentes «en serio» y los representantes de la Iglesia Católica rechazan el uso del profiláctico en las relaciones sexuales. La gente que no comparte con ellos esta convicción les critica el hecho de ser anacrónicos con su tiempo histórico: en un mundo asolado por el SIDA y por otras enfermedades de transmisión sexual, la Iglesia sigue en su obcecada postura. Otros hacen hincapié en la edad de iniciación sexual (cada vez más prematura) y en los embarazos juveniles. Todos le achacan a la Iglesia lo mismo: anacronismo, incomprensión, obstinación y ceguera. Por parte de la Iglesia, vemos cómo repiten una y otra vez la misma sentencia: «el sexo tiene como único fin la reproducción, y todo lo que se separe de este fin es injustificado». La aceptación de elementos anticonceptivos (preservativos o cualquier otro) negaría este fin y proclamaría un libertinaje sexual desmedido que tiene como único fin el placer y no lo que «Dios manda». La Iglesia y sus fieles no discriminan entre cuidarse de un embarazo o de una enfermedad. En realidad no tienen que hacerlo, ya que su lógica no los obliga: en cualquier caso se está evitando la reproducción y eso es MALO. Ahora bien, ¿esto es así realmente?, ¿realmente es la reproducción lo que motiva la prohibición del «sexo seguro»? Por mi parte creo que no, y ahora veremos por qué.

       Muchos sostienen la «finalidad del sexo» a partir de la historia breve y contundente de Onán: Onán se ve en la obligación, tras la muerte de su hermano, de darle a su cuñada una descendencia, pero «sabía que aquella descendencia no sería suya, y así, cuando tenía relaciones con su cuñada, derramaba en tierra el semen, para no darle un hijo a su hermano. Esto no le gustó a Yavé, y le quitó también la vida.» (Gén. 38, 9-10). Pero basarnos en esta historia no es más que un anacronismo. La obligación de Onán era justamente una obligación por las leyes que regían en su universo social, hace ya más de tres mil años. Es curioso ver cómo mantenemos (o intentamos mantener) ciertas prácticas y anulamos otras: mientras nos dicen que evitar el embarazo es malo (¡mirá lo que le ocurrió a Onán!), nadie se siente en la obligación de hacerle un hijo a su cuñada viuda…

       ¿Tenemos que pensar entonces que lo malo es evadir el embarazo? Si esto es así, entonces la conclusión es sencilla: NO TENER HIJOS ES MALO. Pero basta con mirar a aquellos que dicen esto para que la sentencia se caiga por todos lados. Efectivamente, si no tener hijos es malo, entonces el celibato es pecado.

        ¿Por qué no querer tener hijos en el sexo es malo y no querer tener hijos en el celibato es bueno y santo? ¿Lo malo es el sexo o no querer tener hijos? «No querer tener hijos» nos dicen; entonces, ¿por qué el celibato es bueno? La respuesta es clara: lo que se ve como malo, lo que se castiga y condena, no es no querer tener hijos, ni tampoco el sexo (teóricamente hablando), sino, ni más ni menos, el placer. Querer tener sexo y no hijos es querer experimentar placer, Y ESO ES MALO. En el celibato no hay placer, sino todo lo contrario, entonces no querer tener hijos ES BUENO. La lógica es absurda. Si Dios mandó que nos multipliquemos, entonces sus representantes deberían ser los que más hijos tuviesen (hay que cumplir los mandatos de Dios, ¿o no?). Pero reproducirse da placer, Y EL PLACER ES MALO. Permítanme dar un ejemplo inverso: supongamos por un momento que el orgasmo produjera el dolor más extremo (en vez del placer más extremo), entonces los sacerdotes no sólo tendrían muchos hijos, sino que se masturbarían tan regularmente como lo permitiera su santidad. La masturbación sería un acto piadoso que nos acercaría más y más a Dios. Pero no, el orgasmo da placer, entonces hay que evitarlo porque ES MALO. Otro ejemplo que podría dar es el de la flagelación. Por siglos, la flagelación fue una práctica piadosa que acercaba a Dios (incluso hoy mismo hay quienes la practican), ¿pero qué pasa cuando la flagelación da placer? Entonces ES MALO. Preguntémosle a cualquier sacerdote o «buen creyente» sobre lo que opina del masoquismo y no habrá dudas al respecto. En todo caso, lo que se ve mal es EL PLACER y no EL SEXO o LA ANTICONCEPCIÓN.

        Si uno mira alrededor y reflexiona sobre estas cuestiones, puede pensar que Dios quiere que suframos o, al menos, que no sintamos placer. Esto es lo que se desprende de la doctrina de sus representantes. Pero no creo que sea tan así. De hecho, Jesús, en los Evangelios (sí, ya sé, fueron escritos por sus representantes, pero es lo único que tenemos) no se detiene mucho en el «tema sexo». Lo único que dice es que no hay que caer en la inmoralidad sexual. Pero es la inmoralidad lo malo y no el sexo, como es mala la inmoralidad en la alimentación (gula) o en la inacción (pereza). La inmoralidad es lo malo, en cualquier aspecto de la vida. La confusión y la culpa por el placer experimentado nos llevan a ver el mal en el sexo. Y sólo porque nos da placer… ¡El placer, ese monstruo de la historia!

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6 de enero de 2009

SILCUPAR

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       Permitime preguntarte algo, desconocido lector: ¿alguna vez tuviste un trabajo que te corrompiera física y psíquicamente? ¿Y a pesar de eso seguiste yendo, día tras día, como si nada pasara, como si ese trabajo fuera efectivamente bueno? A mí sí me ha pasado. De hecho, me está pasando ahora mismo. Sé que muchos no creerán mi historia (si alguien me la contara, yo no la creería), pero quiero contarla, porque no sé cuánto tiempo me queda. No sé por cuanto tiempo pueda seguir escribiendo; no sé por cuanto tiempo pueda mantenerme cuerdo… o vivo.

       En fin, esta es la historia, para quien quiera leerla.




       Todo comenzó hace dos días, en mi primer día en Silcupar.

        Al hacerme el ingreso, el personal de Recursos Humanos de la empresa se encargó de ponerme al tanto de todo lo concerniente a la institución a la que pasaba a formar parte. En primer lugar, me informaron sobre el origen del nombre. Silcupar era en realidad la conjunción de los apellidos de sus fundadores: Marcos SILvano, Federico CUPido y Esteban ARterano. Según me contaba Micaela, una muchacha de unos veintiséis años, un tanto regordeta y cubierta de granos, en un tono exageradamente cortés, presumiblemente extraído de manuales sobre «cómo hablar en público» o «cómo dirigirse a los empleados», estos tres hombres habían comenzado siendo simples estudiantes de economía que en un momento determinado de sus vidas tuvieron que resolver un dilema: o seguían estudiando y se convertían en contadores, o hacían algo trascendente (hizo especial énfasis en esta palabra) y se embarcaban en una empresa más trascendental (nuevamente el énfasis). Y así fue como decidieron fundar una editorial de contenido místico-religioso en un mercado que todavía no estaba desarrollado. Y ahora ese emprendimiento contaba ya con edificio propio y exportaba títulos a toda Latinoamérica. «Basta con proponérselo –me dijo Micaela–. Si lo podés imaginar, lo podés hacer. Ése es nuestro lema».

        Recuerdo que estaba demasiado emocionado como para prestarle mucha atención a lo que me decía. Me parecía un sueño el hecho de trabajar en una editorial, y encima en una editorial del tamaño y la importancia de Silcupar. Yo era (en cierta forma lo soy, aunque ya todo eso está muy lejos) un estudiante de Edición que tenía que ganarse la vida atendiendo un locutorio. La idea de entrar a una editorial se mantenía en mí más como deseo que como posibilidad. Años enteros había estado mandando currículums a editoriales de todas las ramas posibles, y nunca habían respondido. Hubiese trabajado en cualquier parte, incluso lo hubiese hecho gratis con tal de ganar experiencia e ingresar en el ambiente editorial, pero cuando vi el edificio de Silcupar el alma se me vino a los pies: no sólo iba a trabajar en una editorial, sino que iba a ingresar, de un tirón, a las primeras ligas.

       La editorial parecía tenerlo todo: ascensores, comedor con heladera y tres microondas, mesas y sillones, un televisor… Además, me harían efectivo en el instante y estaría en blanco, cosa desconocida para mí hasta el momento. Ya no sólo no trataría más con adolescentes excitados que buscaban ver páginas pornográficas en internet, sino que pasaría a tener aguinaldo, vacaciones, una obra social… Es verdad, tengo veinticuatro años y no esperaba usarla en mucho tiempo, pero de todas formas se sentía bien el solo hecho de tenerla.

        Mi tarea iba a ser sencilla: me iba a encargar del desarrollo y diseño de los contenidos de la página web de la editorial. Según me dijo Micaela en ese momento, iba a ser digitalizador. Nunca había oído esa palabra antes, pero inmediatamente me gustó cómo sonaba.

         Después de la charla de ingreso, Micaela me llevó a conocer a mi nueva jefa y a mis compañeros. Subimos desde el segundo piso hasta el cuarto, donde se hallaba el sector de digitalización. Recuerdo haber mirado el ascensor con deleite: los colores plateados, los números digitales, los botones con los números en ellos y con pequeños puntos de relieve que, aunque nunca los había visto antes, pude saber para qué servían: botones para ciegos. Todo era muy moderno y empresarial. Todo era como un sueño. Me sentía como un niño en una juguetería.

        Salimos del ascensor y dimos con el cuarto piso. Allí había, al menos, treinta personas trabajando, todos distribuidos en cubículos y frente a computadoras. Era cierto, nunca había imaginado así a las editoriales, de hecho eso parecía más una empresa (lo era, pero ustedes me entienden) que una editorial, pero así y todo no podía sentirme más satisfecho.

        Entonces nos salió al encuentro Lorena, mi nueva jefa. Era (aún lo es) una mujer de unos treinta y cinco años (tal vez un poco menos), que exhibía en su rostro una sonrisa demasiado grande como para ser auténtica. En ese momento (lo que ocurrió después me haría cambiar de opinión) me había parecido bastante atractiva, tal vez por oposición a Micaela, que a decir verdad era (supongo que aún lo será, aunque en estos dos días no volví a verla) bastante fea. Lorena besó a Micaela y cuando se acercó a mí yo le extendí mi mano. Ella hizo como si no la veía y me dio un beso en la mejilla. «Una jefa copada y que encima está buena. Esto no parece real», recuerdo que pensé. Lamentablemente me equivoqué, todo lo que estaba pasando era real.

       Lorena nos invitó a seguirla a su escritorio. Lo hicimos y recién entonces noté que estaba embarazada.

       Nos sentamos ante su escritorio y ella ocupó su lugar. Siempre con su sonrisa de conductora televisiva, comenzó a hablar suavemente y haciendo largas pausas entre oración y oración, a veces entre palabra y palabra.

        –Bueno Guillermo –me dijo. Pausa–. Quiero que sepas que estoy muy ansiosa con tu inserción en nuestro grupo de trabajo –Pausa–. Nos vamos –Pausa– a llevar muy bien –Pausa–. El grupo –Pausa– es –Pausa– maravilloso y todos nos llevamos muy bien –Pausa.

        Balanceaba las manos de uno a otro lado y su sonrisa en ningún momento se relajaba.

        –Tu puesto de trabajo –Pausa– es clave para el desarrollo de las tareas, por lo que tu persona va a hacer imprescindible para que todo funcione satisfactoriamente –Pausa muy larga–. Sé que te va ir bien y que juntos –Pausa–, entre todos, –Pausa– vamos a cumplir con los objetivos…

         Tal y como me había pasado con Micaela minutos antes, mi atención se dispersó y por momentos dejé de escuchar a Lorena. Mi mente divagaba sobre cuestiones que tenían que ver con mis inseguridades y temores: ¿serviría yo para ese trabajo?, ¿podría estar tanto tiempo sentado?, ¿me llevaría bien con mis nuevos compañeros?... Mientras tanto, Lorena seguía hablando, con su vaivén de manos y su sonrisa engrampada. Recién a los diez minutos, más o menos, mi atención volvió a situarse sobre ella, de lleno. Y eso fue porque había emitido un pequeño grito que me había arrancado de mis ensoñaciones. Lorena había apoyado su dedo índice sobre la superficie de madera del escritorio y dado dos o tres golpecitos («porque acá somos un equipo» creo que había dicho); su uña entonces se había partido con un fugaz chasquido. Se miró el dedo, arrancó su uña como si le sacara la cáscara a un huevo duro y la tiró dentro de su cajón.

        –Es el embarazo –nos dijo sin dejar de sonreír–. Me está dejando seca.





        Me sentaron en el cubículo que me correspondía. Según Lorena, la chica que lo había ocupado antes se había ido para darle prioridad a su carrera. En ese momento no pude evitar pensar que aquella chica era una estúpida. Darle prioridad a su carrera, de qué le serviría eso si no tenía un buen trabajo. En cambio, con un buen trabajo, como ese exactamente, la carrera ya adquiría otra relevancia. La graduación podía ahora retrasarse, qué importaba. Cuando se estaba del otro lado, del lado de adentro, todo adquiría un ritmo nuevo, más relajado.

         Miré mi computadora. Todavía quedaban algunos resabios de la anterior operaria: una calcomanía de una mariposa pegada en uno de los ángulos del monitor; un almanaque en la pared izquierda del cubículo, con algunas fechas resaltadas con círculos rojos; un lápiz, una birome azul y una goma en el primer cajón del escritorio, a mi derecha... Pero no importaba, todo eso no tardaría en desaparecer. El lugar era ahora mío y, si bien ya lo sentía como tal, lo amoldaría aún más con mis cosas: la foto de Marisel (mi novia), el poema de Bécquer que comienza con «Mi vida es un erial» y que tanto me gusta (además, me daría cierto aire de intelectual ante mis compañeros) y el almanaque de bolsillo con la foto de San Martín de los Andes. (Es curioso, ya hace tres días que trabajo en Silcupar y todavía no he llevado nada de eso. A decir verdad no importa, sé que no lo haré.)

        –Bueno, ponete cómodo –me dijo Lorena–. Cuando dejes todas tus cosas y estés ubicado avisame, así te presento al resto de los chicos.

        –Bien, gracias –respondí.

        –Bueno, yo ya me voy –intervino Micaela–. Acá terminó mi trabajo.

        Micaela saludó con un beso a Lorena y después me dio un beso a mí; por último, se dirigió a la puerta del piso en dirección al ascensor.

         Lorena también se alejó, sólo que en dirección contraria a la de la chica de Recursos Humanos. Yo me quedé solo, enfrente de la computadora apagada. Acomodé mi mochila al lado de la CPU, debajo del escritorio, y me limité a esperar. No tenía nada que acomodar, mis cosas las iría trayendo a lo largo de la semana, pero tampoco quería quedar como una persona ansiosa. Esperaría un poco, unos minutos, y después me acercaría al escritorio de Lorena. Tampoco esperaría mucho, ya que eso podría hacerme quedar como un vago.

        Entonces escuché un gritó. Elevé la vista por encima de la pared del cubículo y vi a un muchacho, de más o menos mi edad, de pie ante su computadora y con el teclado en sus manos.

        –Ahhhhhh –gritó otra vez.

         Una chica, la más próxima a él, se asomó por la pared de su cubículo con un brazo extendido. Tal vez tenía la intención de cerciorase de que el joven estuviese bien. Recuerdo que en ese momento pensé eso, pero ahora no sé. La cuestión es que no pudo averiguar mucho, ya que el muchacho, de un tirón, le propinó un golpe en el rostro con el teclado como un jugador de tenis a una pelota. Los cables se desconectaron y volaron por los aires. La muchacha cayó hacia atrás y por fuerza de un milagro aterrizó sobre su propia silla, salvándose de un segundo golpe tal vez peor que el primero.

        –Ahhhhhh –siguió gritando el muchacho.

        De pronto, vi que aparecieron tres hombres de remera verde que sujetaron al joven y lo inmovilizaron contra el escritorio, en el espacio que minutos antes había ocupado el teclado de la computadora. Desde mi lugar, pude ver su rostro: tenía los ojos en blanco y una espesa baba le colgaba de la comisura de los labios. El muchacho empezó a contorsionarse y por un momento la baba se volvió más espesa, como un montón de crema de afeitar. Cuando por fin dejó de moverse, unos veinte o treinta segundos más tarde, los tres hombres se lo llevaron en andas. El joven ya no gritaba.

        Me volví a sentar, confundido y con la piel de gallina. Me di vuelta y miré hacia atrás, esperando encontrar personas tan preocupadas como yo, pero no vi nada de eso. Las únicas dos personas que podía ver desde mi lugar estaban con su rostro a escasos centímetros de sus respectivos monitores, sumergidos de pleno en su trabajo. Me incorporé entonces y miré por encima de las paredes del cubículo, pero no vi lo que esperaba ver. Ninguna cabeza se asomaba por encima de las paredes de los cubículos, nadie hablaba entre sí ni comentaba lo sucedido. Le eché un vistazo a la muchacha que acababa de ser golpeada, para ver cómo estaba y si necesitaba ayuda. Pero no, sólo vi su espalada, ya que estaba nuevamente sentada, de frente al monitor, con la cabeza hundida también en su trabajo.




        Para ser honesto, todo ese suceso me dejó bastante nervioso, pero evidentemente no lo suficiente como mantenerme mucho tiempo con la mente enfocado en él. A decir verdad, en ese momento yo tenía mis propias preocupaciones. Tenía que hablar con Lorena y tenía que hacerlo en el momento justo.

        Esperé unos diez minutos, tiempo que creí suficiente como para no quedar como vago ni como ansioso. Entonces me acerqué al escritorio de mi nueva jefa, pero al hacerlo vi que estaba hablando por teléfono. Ante la duda, igualmente me acerqué. Esperé unos segundos a unos dos metros del escritorio, sin saber bien qué hacer. No podía oír lo que estaba diciendo, pero podía ver cómo movía una y otra vez las manos en el gesto mecánico que ya le había visto antes. Movía siempre su mano libre; cuando sujetaba el tubo del teléfono con la mano derecha, movía la izquierda, y cuando se pasaba el tubo de mano, era su diestra la que reproducía los vaivenes.

        Fue en ese momento cuando comencé a verla extraña. Me sorprendí de no haberlo notado antes, pero su pelo era sumamente ralo, tanto que se podía ver su cuero cabelludo bajo la luz artificial de los tubos eléctricos. Su pelo colorado le caía hasta los hombros en finas greñas. Era raro, porque el asco que me producía era tal que me parecía imposible no haberlo notado antes. Claro que no era imposible, ya que antes ese pelo no era así, sólo que eso no lo averiguaría hasta más tarde, al otro día, es decir hoy.

        Pero en ese momento creía que el distraído era yo, y esa idea se reforzó cuando Lorena me sonrió y me hizo una seña con la mano para que esperara. ¡Por Dios, esa sonrisa! Tenía los dientes tan amarillos como granos de maíz. «¿Qué mierda había estado mirando antes para no ver esas cosas?», recuerdo que pensé.

        Una oleada de asco me subió del estómago y por un momento pensé que iba a vomitar en plena oficina. Ya los nervios me habían afectado el estómago (había tenido que tolerar los retorcijones desde el momento en que desperté), pero era evidente que aquellos rasgos de Lorena habían terminado por descomponerme. Le hice una seña que ni yo mismo entendí y salí disparado para el baño. Por suerte no había nadie allí. Me encerré e inmediatamente devolví lo poco que había desayunado: apenas un café con leche con dos galletitas dulces, todo irreconocible en ese momento.

        «¡Por Dios! ¿Qué me está pasando? –recuerdo que pensé, con el rostro a pocos centímetros del turbio líquido del inodoro–. Son los nervios, tienen que ser los nervios…»

        Y entonces oí un grito, y otro, y un fuerte golpe, y una centena de gritos juntos, como un coro de voces desesperadas.





        No sabía qué hacer. ¿Debía quedarme encerrado en el baño o salir y ver qué pasaba? Tal vez alguien necesitaba ayuda… Aunque a lo mejor corría peligro si salía de allí… Lo más sensato y prudente era quedarme en donde estaba, pero uno no siempre hacía lo más sensato y prudente…

        Salí.

        Atravesé el estrecho pasillo y di con el piso lleno de cubículos. Lo que vi fue espantoso. Sentí que la piel se me erizaba en la espalda y a lo largo de los brazos. Los pelos de la nuca se me pusieron de punta. Por un momento creí que me iba a desmayar, pero algo en mi interior me instó a salir de ahí, lo antes posible.

        Miré a uno y otro lado, incrédulo ante el espectáculo que se desarrollaba ante mis ojos. Delante de mí, en el primer cubículo al que daba el pasillo, a menos de un metro de donde estaba, pude ver a un muchacho de pelo ensortijado y barba teniendo relaciones con una muchacha rubia. La chica permanecía recostada sobre el escritorio a un lado de la computadora; vestía una remera roja y una pollera negra que mantenía arremangada a la altura de su cintura, dejando ver un sexo carente de vello. El muchacho, de pie y sosteniendo las piernas de la chica con ambas manos, se movía mecánicamente de atrás hacia adelante, de adelante hacia atrás, una y otra vez. Fue entonces cuando vi el cuello de ella, abierto de oreja a oreja. Desde donde estaba pude ver parte de su tráquea, saliendo de su cuello como el visor de un submarino. Su remera, ahora lo notaba, no era roja, sino blanca (según podía ver en pequeñas islas incoloras), pero estaba teñida por su propia sangre.

        Todo giró a mi alrededor y por un momento perdí el equilibrio. Estuve a punto de caer, pero ese «algo» que me instaba a salir se materializó en una voz interior, mi voz: «andate, andate, andate…».

         Salí del pasillo, doblé a la derecha intentando no ver la escena necrófila y me encaminé hacia el ascensor. Entonces una joven me salió al paso. No debería tener más de veinte años y medía apenas un metro y medio de estatura. Se me paró enfrente y me miró con una mirada perdida. Me tuve que detener en seco.

       –Hola… –dije sin pensar.

        La chica no me respondió.

       –Me tengo que…

       Pero no pude terminar de hablar. La muchacha emitió un gritó que apenas parecía humano. Un sonido ronco y gutural llenó todo el espacio del piso y amenazó con dañar mis tímpanos. Me tapé los oídos con ambas manos y retrocedí en dirección al pasillo de los baños. Pero no ingresé en él. Aturdido, seguí retrocediendo con la vista clavada en la joven de escasa estatura.

        Choqué entonces contra una superficie dura. Me di vuelta y vi a un joven sentado, de piel extremadamente blanca y vestido con una chomba gris, que a pesar de su contextura raquítica no se había movido ni un centímetro como consecuencia del golpe que acababa de recibir. Permanecía inmóvil, apenas inclinado hacia adelante como sumergido en una plegaria. Pensé que a lo mejor era eso exactamente lo que estaba haciendo: rezar. Después de todo, a cualquier persona mentalmente sana no le quedaría más que rezar en un lugar como ese…

        Extendí mi brazo y sujeté el hombro del muchacho, con la esperanza de encontrar en él un compañero que me ayudase a salir de ahí. Pero no. El muchacho no estaba rezando, el muchacho se mordía las manos con tanta fuerza que la sangre que manaba de ellas le manchaba toda la parte delantera de la chomba, el pantalón y la superficie del escritorio (incluido el teclado de la computadora).

        Sentí, por enésima vez en esa mañana, que las fuerzas me abandonaban y que las piernas apenas podían sostenerme. Me tambaleé una vez más y me alejé como pude. Di entonces con el escritorio de Lorena, y a partir de ese momento sentí que el alma me abandonaba sin remedio. Lorena permanecía allí, en su escritorio, con el rostro hundido en una masa de carne que minutos antes había sido su hijo y había estado en el interior de su vientre. Su cabeza se movía rítmicamente hacia arriba y hacia abajo como la de un perro que disfruta de un manjar. A un lado de ella, pude ver un cúter cubierto de sangre. De pronto, Lorena elevó la vista y me miró de frente: tenía la boca, el mentón y los extremos de sus finos cabellos cubiertos de sangre; de la comisura de sus labios colgaban hilos de carne y vísceras. Allí, sobre el escritorio, pude ver al feto prácticamente formado y del tamaño de un niño al nacer (supongo que estaría cerca de los nueve meses de gestación). Lo único que se podía distinguir del bebé era su cabeza y la parte baja de sus piernitas, intactas aunque cubiertas de sangre. El resto no era más que una maraña de carne, sangre y entrañas.

        Intenté huir, pero en mi apuro las piernas se me enredaron y caí de bruces al suelo. Cuando me incorporé pude ver a una joven sentada frente a su computadora. En su monitor se exhibía en todo su esplendor una planilla de Excel. La joven incorporaba, uno tras otro, números en distintos casilleros. Parecía ajena a todo lo que pasaba a su alrededor. Pero a fuerza de ser honesto, ya no quería probar suerte con otra persona más. Sólo quería irme, de una vez. No quería comprobar si esa chica también estaba loca. No tenía ninguna actitud alocada, era verdad, pero permanecer inmutable ante semejante espectáculo era tal vez la actitud más loca de todas, más que cogerse a un muerto, comerse a sí mismo o a un hijo. No, todos estaban locos ahí, y yo tenía que salir.

         Me puse de pie como pude y rodeé lo cubículos. A lo lejos, cerrándome el camino, estaba la petisa, inmóvil y esperando. Me agarró tal miedo que no quise ni pensar en la posibilidad de intentarlo. Volví a meterme en el estrecho pasillo y me encerré en el baño. Allí me quedaría hasta que pasara la locura. Y si tenía que morirme ahí dentro lo haría, no me importaba; lo único que quería en ese momento era alejarme de todos esos locos.

        Una vez dentro del baño, trabé la puerta y revisé mis bolsillos en busca de algo que sabía no tenía: mi celular. Lo había dejado adentro de mi bolso. Había creído que era mala educación andar con el celular encima dentro de la empresa. ¡Qué estúpido! Ahora iba a morir por educado.

        Me senté en el suelo, con la espalda apoyada en la pared azulejada y esperé. No podría asegurarlo (de hecho, con el miedo que tenía me parece casi imposible), pero creo que me quedé dormido un rato.





       Cuando desperté no sabía cuánto tiempo había pasado, ya que no usaba reloj pulsera y la única hora que tenía para guiarme estaba en el celular. Los gritos habían desaparecido y del otro lado de la puerta ya no se oía nada.

        Tenía que salir, no tenía otra opción.

       No podía quedarme ahí para siempre. Además, de elegir un momento para escapar, ese parecía ser el indicado. Al menos ya había cesado el disturbio.

       Me puse de pie y apoyé la oreja en la superficie laqueada de la puerta. No había nada, realmente todo había terminado.

        Giré la traba de la puerta y la abrí apenas unos centímetros como para ver desde allí sin exponerme demasiado. No sé veía nada, apenas la pared contraria del estrecho pasillo. Más allá estaban las luces encendidas, era todo lo que podía ver.

       Salí, caminando lentamente.

        Cuando llegué al extremo del pasillo me sorprendí, tal vez más que cuando había visto el descontrol y la locura: no había nada allí, o mejor dicho nada fuera de lo estrictamente normal en situaciones estrictamente normales. Las computadoras estaban encendidas y los empleados ocupados en ellas. Nadie hablaba, nadie miraba por encima de las paredes de los cubículos, nadie se movía… Sólo estaban allí, manipulando sus teclados y produciendo ese sonido particular que hacen las teclas y que hace cincuenta años debería ser inexistente. Al fondo, Lorena continuaba hablando por teléfono. Me hizo señas para que se acercara. Lo hice.

         Tengo que admitir que por un momento me creí loco. Creí que todo lo había inventado, que había tenido una de esas alucinaciones. Pero cuando llegué al escritorio de Lorena, me di cuenta de que estaba y había estado más cuerdo que nunca: delante de mí, Lorena estaba sentada ante un escritorio cubierto de sangre (aunque sin rastros del bebé), con el con el pelo prácticamente inexistente sobre un cráneo cubierto de enormes pústulas de color amarillo y con una sonrisa que dejaba ver una hilera de dientes podridos; sus manos eran huesudas garras que se movían con su característico vaivén de jefa por correspondencia.

       Sentí que el alma se me derrumbaba hasta los pies. De hecho, podría haber asegurado que mi alma se había derrumbado más allá de mis pies y estaba ahora en alguna parte del subsuelo, arrastrándose en busca de una muerte definitiva que le permitiera escapar de todo el horror que estaba presenciando. Pero no tuve tanta suerte, y mi alma todavía estaba allí, haciéndome ver todo lo que estaba pasando.

       Tuve el impulso de volverme y salir corriendo (no se veía a la muchacha petisa por ningún lado, por lo que no creí que me impidiera el paso una vez más), pero algo (esa voz, que no era más que mía, que varias veces en el día me había hablado ya) hizo que me quedara e intentara actuar naturalmente («Si no se dan cuenta de que vos te diste cuenta, a lo mejor…»).

       –Vení que te voy a presentar al resto del equipo –dijo Lorena al tiempo que se puso de pie.

        Entonces creí que iba a enloquecer (¡¿Cuánto puede soportar la mente humana sin quebrarse?! ¡¿Cuántos horrores puede ver sin colgar los guantes y enceguecer por completo?!). La remera de Lorena, amarilla no mucho tiempo antes, estaba completamente roja a la altura de su abdomen. Éste, por otra parte, se encontraba hinchado de forma irregular. No fue hasta que miré hacia la parte inferior de su cintura que vi lo que había sucedido: después de devorar a su hijo, la mujer lo había vuelto a introducir en su vientre abierto, al menos eso evidenciaba la pequeña piernita (intacta, como la había visto antes) que asomaba por debajo de su remera.

        –Vení conmigo –continuó Lorena, indiferente.

       Obedecí, aunque me movía como si tuviera una especie de «conducción automática», como los aviones. Me limité entonces a saludar por inercia. No importaba, nadie me saludaba a mí, todos permanecían mirando el monitor como proletariados zombis.

       Primero me presentaron a Roberto, el muchacho flaco que se había comido las manos. Efectivamente, el joven permanecía sentado ante su computadora, con las manos destrozadas en su regazo. «Se debe haber comido los tendones –pensé–, no va a poder mover las manos nunca más». Antes de pasar a mi próximo compañero, noté algo extraño (si se me permite continuar utilizando esta palabra): aunque Roberto no movía las manos, sus ojos se fijaban en el monitor y en la planilla de Excel que había en él, y… ¡o maravilla! ¡La planilla se llenaba sola, como si el muchacho fuera poseedor de un extraño poder telequinético manipulador de Excels! Pasamos luego a una muchacha llamada Federica. Era la primera vez que reparaba en ella. Tenía el pelo amarillo como rara vez se veía en la Argentina (al menos naturalmente) y unos ojos celestes como el cielo. Pero había algo raro en ella: estaba tan flaca que esos ojos podrían haberse desprendido con sólo un estornudo. Sus dientes le sobresalían de la boca como grotescos implantes de porcelana. Sus manos, tan huesudas como las de Lorena, se movían tan rápidamente sobre el teclado que en vez de cinco dedos, cada una parecía tener diez. En el monitor también se veía una planilla Excel que se iba completando.

       Llegamos a Gustavo, el joven de pelo ensortijado y barba tupida. Estaba completamente canoso y su expresión había envejecido al menos treinta años de un tirón. A sus espaldas, la muchacha rubia, que se llamaba Daniela, seguía con su pubis al aire y la garganta desgarrada. Inexplicablemente, la planilla Excel de su monitor también continuaba completándose.

       Así fueron pasando los rostros, todos demacrados y envejecidos, algunos golpeados y otros mutilados, ninguno atento a nada que no fuera la planilla Excel de su monitor. Cuando llegamos a la muchacha petisa, Nazarena era su nombre, ya había perdido toda agresividad y sólo se limitaba a mirar su monitor y a completar su planilla. Cuando por fin terminaron con el recorrido, Lorena volvió a llevarme a mi escritorio y, brindándome la mayor y la más horrible de sus sonrisas, me dijo:

        –A los compañeros de los otros pisos ya los vas a ir conociendo de a poco. Vas a ver que te va a encantar trabajar aquí, y a no nosotros nos va a encantar trabajar contigo.

       Sonreí, del todo incómodo. Ya era bastante difícil soportar el rostro de esa mujer, bastante difícil no mirar su vientre echo un nudo con los restos de su hijo, y encima tenía que oír esa voz absurdamente aguda que pronunciaba palabras que ni siquiera se utilizaban en esta parte del globo.

       «Voz de manual –pensé, sin ser dueño de mis pensamientos–. Voz de manual y palabras de manual también».

       Una vez sentado en mi escritorio, Lorena me palmeó el hombro (su mano era, efectivamente, una fría y huesuda garra) y me dejó solo para que me vaya acostumbrando a las herramientas de la empresa.

       Ante mis ojos, en el monitor, apareció una planilla Excel.





        Podría decir que mi primer día en Silcupar terminó ahí, ya que después todo se desarrolló con «suma tranquilidad». Me costó horrores mantenerme sentado, sin moverme, y al menor sonido pegaba un salto, esperando lo peor. Pero no hubo muchos sonidos y la mayoría de ellos (o todos) eran producidos por Lorena a relativa distancia de mi lugar.

        A la una de la tarde llegó la hora del almuerzo. Por lo que pude ver, nadie se levantó ni abandonó su cubículo. Por lo que pude oír, nadie comió tampoco. Por mi parte, tenía tanto miedo que tampoco me levanté. No me importaba mucho, ya que hambre no era exactamente lo que sentía.

       El resto de la tarde (hasta las cinco, hora en que terminaba mi jornada) todo estuvo sumergido en una especie de bruma silenciosa. Nadie habló en todo el día, nadie se movió siquiera… ¡Nadie se acercó al estrecho pasillo e ingresó a alguno de los baños! Tampoco gritaron, golpearon o comieron. Al menos, eso era algo.

        Fui el primero en salir del edificio. Cuando lo hice, tenía un solo pensamiento en la cabeza: no iba a volver al otro día.

        Pero lo hice. Cuando sonó mi despertador a las seis menos cuarto de la mañana, lo apagué y me preparé para salir. A las siete menos cuarto ya estaba ingresando por la puerta de doble hoja de Silcupar, con una sensación de irrealidad que me hacía dudar de todo lo que había ocurrido el día anterior.





        Vivo con mi madre. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía cuatro años y, a decir verdad, apenas conservo uno o dos recuerdos sobre la vida en el seno de una familia «bien constituida». Mi madre tuvo que trabajar siempre para mantenerme. Sé que no es nada extraño, millones de madres trabajan en la Argentina, estén o no divorciadas, y el caso de mi madre es uno más entre ellos. Digo esto para explicar lo siguiente: si yo hubiese hablado con mi madre cuando volví de Silcupar en mi primer día de trabajo, de seguro habríamos llegado a la conclusión de que no debía seguir yendo a allí. No digo que me hubiese creído, pero me habría visto mal y eso era suficiente para que me dijera que no volviese allí. «Si te hace mal no vuelvas» me parecía oír con su voz. Pero mi madre no me vio ese día, ni tampoco hoy, porque trabaja de camarera en un restaurante de San Justo llamado «Buenos momentos» y sólo la veo los jueves y los domingos. Cuando llego a casa ella no está, y cuando llega ella yo ya estoy durmiendo. «Si te hace mal volvé al locutorio, que no estaba tan mal» me hubiese dicho, puedo oír su voz…

        Pero no hablé con nadie ayer ni tampoco hoy. Por eso decidí escribir. No soy muy aficionado a la escritura 8 (por eso estudio Edición y no me metí en un taller literario), pero no encuentro otra forma de mantenerme a raya con mi locura. En alguna parte leí que escribir ayuda a pensar, que ordena el pensamiento. Bueno, yo necesito el pensamiento ordenado, ya que lo que pasa en el cuarto piso de Silcupar tiende a desordenar algunas cosas en mí, entre ellas mis pensamientos.

        Tal vez la escritura me salve 46 de caer en la locura primitiva de mis compañeros. Después de lo que pasó hoy, creo que tengo razones suficientes como para temer caer en ella. Sin embargo, dejar ese trabajo no lo veo ahora como una posibilidad. Ayer sí lo veía, pero hoy… Suena estúpido, a mí mismo me suena estúpido, pero hay algo en ese trabajo que hace que me quede en él. O hay algo en mí que me impide dejarlo, no sé… Supongo que con el transcurrir de los días lo develaré. Espero que la escritura me ayude a eso.

        En fin, pasaré a contar mi segundo día en Silcupar. Lo haré brevemente, ya que hoy no viví la sorpresa de lo inconcebible, sino el horror de la repetición.





         Al ingresar al piso, lo primero que sentí fue confusión. Algo de alivio, pero principalmente confusión: ninguno de mis compañeros (que ya estaban todos allí, con sus planillas Excel) conservaba marcas del día anterior. Roberto tenía las manos y los antebrazos intactos; Gustavo había recuperado los años y volvía a tener el pelo y la barba de color marrón; Federica seguía siendo delgada, pero no tanto como para asustar; y Lorena… Lorena exhibía su abdomen perfectamente embarazado (si se me permite tal barbarismo), volvía a ser atractiva, jovial, normal… Sólo faltaba la muchacha rubia del pubis lampiño y la garganta abierta. Su lugar estaba desierto y su computadora apagada. No mucho más tarde notaría que el muchacho que había tenido el primer ataque y había golpeado a su compañera con el teclado de la computadora tampoco estaba. El resto de la gente parecía tan normal como lo había parecido en mi primer mañana de trabajo.

        Pero eso 45646540 no duró mucho.

        A las once y media de la mañana, minutos más minutos menos, se oyó el primer grito seguido del primer golpe. Luego algunos se pusieron de pie y comenzaron a deambular por el piso, unos emitiendo breves y agudos chillidos, la mayoría presentando una actitud violenta hacia los que se hallaban de pie como ellos. Extrañamente, no molestaban a los que se mantenían sentados y con la 416546 vista fija en el monitor. Por suerte, noté eso de inmediato, y probablemente fue eso mismo lo que me salvó la vida.

         Me quedé inmóvil, con la vista perdida en la planilla Excel del monitor. Desde mi lugar, pude ver a Roberto reventarse la cabeza contra la pared lateral y dejar allí una gran mancha de sangre. Lorena había sometido a Federica (que el día anterior, por quedarse sentada, había salido airosa del ataque de sus compañeros) y le introducía el mango de una abrochadora por el ano. Federica se dejaba, con la vista perdida en una de las ventanas del fondo.

        Eso fue todo lo que pude ver. Me 16046 daba miedo desviar la vista de la computadora por más de dos o tres segundos. Por momentos, la curiosidad podía más que el miedo y miraba por cinco o incluso siete segundos, pero el miedo, sabio como él solo, siempre volvía a apoderarme y pasaba minutos enteros con la atención fija en la planilla Excel.

        La extraña escena habrá durado aproximadamente quince minutos, aunque para mí fue como una década, al menos.

        Después, todos regresaron a sus lugares y a sus respectivas planillas. Al llegar la hora del almuerzo, salí del piso, casi temblando.

        Nadie me siguió. Cuando regresé, todos estaban ya trabajando, en silencio.

         Lorena me entregó unos números que tenía que incluir en una planilla Excel creada especialmente para ese trabajo, según me había dicho. Hice lo que me pidió y, por suerte, la escena de violencia no volvió a repetirse.146846 Creo que lo hacen a la mañana, y que por la tarde sólo se limitan a llenar planillas.

         Cuando dieron las tres, sentí que mi mejilla me picaba. Me la rasqué. Entonces sentí mi mano húmeda y al verla noté que tenía el dedo y la palma con rastros de sangre. No me sentía bien. Fui 187984 al baño y me miré al espejo. Tenía un corte en la mejilla, justo donde me había rascado. Debajo del corte y hasta el mentón se extendía un abundante caminito de sangre. Además, estaba pálido y parecía haber envejecido 9807984 treinta años de golpe.

         Al terminar el día volví a casa y aquí estoy, escribiendo esto. 9874 Hace unos minutos que siento que las manos no 2465 me responden del todo. Pierdo el control de ellas y mis dedos se desplazan 9784 por las teclas sin orden ni coherencia. Cada vez me pasa más seguido.

        Sé que me 56461 estoy convirtiendo en uno de ellos. Sé 50646 que el envejecimiento de hoy fue sólo el comienzo. Ahora me veo 4541461049841809164184 mejor, pero no me siento mejor, en absoluto.

         Todavía puedo pensar con claridad, así que voy a intentar decir lo que creo que está pasando. Es una suposición, pero no me queda más que ella ahora. Creo que tiene que ver con el tiempo. El tiempo… En un trabajo de oficina se puede pensar que el tiempo transcurre con 89766 demasiada lentitud, pero no, no en Silcupar. El problema 6549746 es todo lo contrario. Jamás podré probarlo, ni siquiera explicarlo bien, pero siento que el problema es la rapidez del tiempo. En Silcupar, al menos en el cuarto piso (todavía no sé si pasa lo mismo en el resto del edificio), el tiempo transcurre rápido, demasiado rápido. Lo sentí hoy con mucha claridad. Es como si varias décadas se derrumbaran sobre uno. Es como si el peso de 78411564891 varias vidas cayera encima de los empleados del cuarto piso. ¿Y qué pasa cuando el peso del tiempo abruma el cuerpo de un ser que está hecho de tiempo? Lo que pasa es lo que vi: el cuerpo se degenera y envejece, y con él se degenera la mente y todo lo que ella mantiene y resguarda. Desaparece la moral, la ética, la sociabilidad y la razón… Sólo queda la aceleración y la 415641 ceguera. Fuera de Silcupar el tiempo recobra su normalidad, su pausa, pero creo que no alcanza para recuperarnos del todo, y la aceleración hace cada vez más daño. Un mayor daño… No puedo asegurar nada de lo que digo, no puedo probarlo, pero puedo sentirlo. Y también puedo pensarlo, aunque no sé 874 por cuánto tiempo…

        Voy a escribir cada noche, con la esperanza de no convertirme 9849870498494974979774794908894 en lo que sea que son mis compañeros.

       Te lo digo a vos, lector, quien quiera que seas. No sé si algún día vas a existir, pero necesito creer que sí. Te necesito para que mi escritura se 874189494984194 desarrolle. Por eso te digo: este es mi último párrafo por hoy. Si debajo de 265001616514191 éste no hay otro, es porque mañana habré muerto en Silcupar o porque habré perdido todas mis facultades mentales. 5465465146 Tal vez la gente no lo note (mis compañeros tienen sus familias, aunque en la oficina se coman entre ellos), pero cualquiera que lea esto (tal vez mi madre) lo notará por la 87498498489494484486 escritura. Por mi parte, trataré de enviar este texto por mail. Tengo un amigo que tiene un blog, tal vez él lo publique… Intentaré mandarle todo lo que escriba. Esto y lo que siga escribiendo, día tras día, si lo logro… No sé si pueda, ya no controlo mis manos. Puedo pensar, pero 654651605 no expresarme. Tengo 498410654 lagunas. 48941941 88888888 888888888888 888888888888888 888888888 888888888888 888888888888 8888888 88888888 8888888 Acordate lector, si no hay un párrafo debajo de esto, si no hay una nueva entrega, ya sabés 165165498 lo que me pasó. Si 654894189 estoy bien, seguirá 21651650500891984 habiendo 54169041 489418410 08105486789 46486461324894 01540154 750015488 79431005451048 escritura.


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© Lucas I. Berruezo
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4 de enero de 2009

EL DÍA QUE LA TIERRA SE DETUVO: una porquería

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        Soy consciente de que toda opinión es subjetiva. Por más que queramos teñir nuestras críticas de objetividad, sabemos que siempre, en algún punto, son subjetivas. Pero eso no tiene que detenernos al momento de definir nuestras posiciones. Si somos subjetivos es porque somos sujetos, y si somos sujetos podemos y debemos tener opiniones. Y nuestras opiniones son válidas. Y a veces, no siempre, son correctas. No sé si mi opinión es la correcta en lo que respecta a la película El día que la Tierra se detuvo (The Day the Earth Stood Still), probablemente no lo sea, pero la voy a dar de todas maneras: la película es una porquería, ni más ni menos.

       Esta película es una remake de la producción dirigida por Robert Wise en 1951. Probablemente en aquel entonces, en el contexto de la Guerra Fría, una invasión extraterrestre que descubre la redención del género humano en una madre norteamericana tenía cierto sentido. Hoy resulta irrisorio, y ni todos los efectos especiales que posee la nueva versión bastan para justificarla.

        En resumen, una raza alienígena llega a la tierra con la intención de salvarla de los mismos humanos. Según dice Klaatu, el representante de esa raza (o conjunto de razas, no se aclara del todo), los seres humanos están llevando a la Tierra a su destrucción. Por eso, y porque no pueden dejar que un planeta apto para la vida inteligente como la Tierra desaparezca, tienen que tomar cartas en el asunto: si la humanidad desaparece, la Tierra se salvaría. La idea no es destruir a la humanidad, sino darle la oportunidad de salvarse. La idea es negociar. Pero los seres humanos no se dan bien a esas tareas y responden con violencia. Entonces la destrucción comienza… Y termina, tan rápidamente que apenas logra destruir un sector de Manhattan. La razón por la que la destrucción se detiene es clara y está llena de idealismo: Klaatu presencia una escena de amor entre una madre y su hijo adoptivo. Eso parece convencerlo de que la raza humana vale la pena y puede cambiar. Es decir, no importa que hayan intentado destruir su «nave» y matarlo a él, no importa que el mundo se esté yendo al demonio y que haya hambre y guerras en todas partes, Klaatu ve a una madre con su hijo y se convence de que el cambio es posible. Disculpen mi exabrupto, pero eso es una estupidez. El amor de una madre es uno de los sentimientos más poderosos que se pueden hallar, en eso estamos de acuerdo, pero de ahí a pensar que es redentor es una equivocación. El amor de una madre es poderoso, pero también sumamente mezquino. La mayoría de las madres estarían dispuestas a encubrir a sus hijos sin importar lo peligrosos y dañinos que sean; una madre puede desear la muerte de un prójimo, cualquier prójimo, con tal de salvar la vida de su hijo; una madre puede permitir la destrucción del mundo con tal de procurarle la salvación al fruto de su vientre. Si Klaatu ve en el amor de una madre la salvación del mundo, entonces Klaatu es un idiota.

        Podría decir además que la película es aburrida y que intenta compensar con efectos especiales lo que no puede dar con el argumento, podría… pero no lo voy a hacer (aunque ya lo esté haciendo). No… Me basta con lo que dije: la película es una porquería.


Ficha técnica
Título original: The Day the Earth Stood Still
Año: 2008
Duración: 110 min.
País: Estados Unidos
Director: Scott Derrickson
Guión: David Scarpa (Remake: Edmund H. North. Historia: Harry Bates)
Reparto: Keanu Reeves, Jennifer Connelly, Kathy Bates, John Cleese, Jon Hamm, Jaden Smith
Productora: 20th Century-Fox / Earth Canada Productions


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