Día a día, mucho más en Facebook

31 de diciembre de 2008

EL LADO OSCURO DE LA NAVIDAD

.

        Las fiestas, a veces, nos permiten reflexionar sobre cuestiones específicas. Si tenemos un poco de suerte y un grupo de personas con las cuales llevarlas a cabo, pueden favorecer también el desarrollo de reuniones y discusiones, siempre específicas. Y esto mismo es lo que me sucedió una calurosa tarde de diciembre, hace ya siete u ocho años. En aquel entonces (yo era soltero y gozaba del desempleo de los primeros años de la post-adolescencia) estaba reunido con unos amigos con los que, cada viernes, discutíamos de religión. Ellos eran protestantes (aún lo son) y yo (en teoría) católico (aún lo soy, en teoría). Debido a la fiesta que se acercaba, nuestra charla derivó en la navidad.

        Su planteo fue simple, pero contundente: Todo lo que desvía de Dios es diabólico, por eso Papá Noel es diabólico, porque hace que la navidad gire en torno a él y no al nacimiento del Cristo. En un primer momento me pareció algo exagerado, propio de una agrupación fanática que veía al diablo en cada esquina y en cada canción o programa de televisión. Pero la afirmación tenía algo que me pareció interesante y se mantuvo firme en mi mente todos estos años.

        Para justificar su frase, mis amigos se sostenían de un pasaje de la primera carta de Juan:

«¿Quieren reconocer al espíritu de Dios? Todo espíritu que reconoce a Jesús como el Mesías que ha venido en la carne, habla de parte de Dios.
En cambio, si un inspirado no reconoce a Jesús, ese espíritu no es de Dios; es el mismo espíritu del anticristo
» (1 Juan 4, 2-3).

        Queda claro que para mis amigos todo era blanco o negro. O eras de Dios o eras del anticristo; o estabas en el camino de Uno o estabas en el camino del otro. No creo que haya nada que recriminar; después de todo, la Biblia misma no deja muchos lugares para los grises. Pero bueno, a partir de este pasaje ellos hacían la siguiente reflexión: Lo diabólico no necesariamente tiene que ser lo (moralmente) malo u horrible, sino simplemente lo que desvía del camino de Dios. Porque así trabaja el diablo, desviando de a poco, sin que siquiera lo notemos. Entonces, todo lo que desvía del camino de Dios es diabólico; y Papá Noel desvía; ergo, Papá Noel es diabólico. No porque fuera malo, o feo, o monstruoso, sino porque, simplemente, hace que la atención se desvíe del Cristo.

        Me resistía a creerlo, pero entonces caí en la cuenta de que la mayoría de los niños (incluyéndome a mí, de niño) esperan la navidad sólo para recibir regalos, y son estos regalos los que ocupan gran parte de las preocupaciones adultas (¿alguna vez se internaron en un centro comercial una víspera de navidad?). O incluso mucho peor: algunos (aunque parezca mentira pude corroborarlo en mi propia familia) ni siquiera saben qué se conmemora en la navidad, y si se les apura terminan arriesgando cualquier respuesta, siempre teniendo a Papá Noel como personaje central.

       Cada navidad la reflexión de mis amigos vuelve a presentarse y me obliga a algunos minutos de silencio. También me obliga a preguntarme sobre otras fiestas religiosas: año nuevo (no creo que muchos sepan que la fecha conmemora la circuncisión de Jesús, es decir su ingreso al pueblo de Dios), Pascuas, etc… Y todo esto me empuja a la siguiente pregunta: ¿el mal en el mundo actúa siempre de forma evidente y, si se quiere, terrible? ¿No hay formas más sutiles, incluso bonitas o agradables, de insertar el mal en el mundo? Supongo que sí, por eso mismo cualquiera que se aventure a afirmar que Papá Noel es diabólico recibirá una buena dosis de burlas.

        Alguien podría decirme que la reflexión de estos muchachos sólo puede funcionar (en el caso de que lo haga) dentro del pensamiento cristiano en general y evangelista en particular, en donde sólo hay dos posibles caminos a recorrer. Puede ser. No hay que exigirle a ninguna teoría que sea coherente más allá del sistema que ella misma ha delimitado. De lo contrario, cualquier teoría puede ser destruida, no importa si fue Platón el que la planteó o Hegel. No tiene sentido discutirles a estos filósofos fuera de la concepción de las ideas o del sistema dialéctico, respectivamente. Si no lo hacemos con ellos, supongo que no tenemos porqué hacerlo con mis amigos. En todo caso, sirve para pensar, cosa que no es poco.

        Y cuando elevemos la copa, en esta o en cualquier otra navidad, sería bueno replantear nuestras propias creencias y ver si se corresponden con lo que estamos festejando. Si somos cristianos, bueno, entonces la teoría de un Papá Noel diabólico no tendría que sonar tan descabellada; si no lo somos, en última instancia la misma frase «Feliz navidad» surgida de nuestros labios ya es de por sí descabellada.

.

27 de diciembre de 2008

PESADILLAS: derribando un mito

.

        Cuando hablamos de sueños tenemos siempre una percepción definida: los sueños bellos son considerados buenos y las pesadillas malas. Desde niños nos enseñan a valorar los «dulces sueños» (frases como «que tengas dulces sueños» o «que sueñes con los angelitos» nacen de esta valoración) y a desestimar las pesadillas («no comas golosinas antes de ir a la cama porque te producen pesadillas» o «no veas películas de terror porque después tenés pesadillas» son algunos de los ejemplos que se pueden dar). Siempre ha sido así y, por como viene la cosa, parece que así va a seguir siendo.

        Ahora bien, si se ve más de cerca este fenómeno, se puede afirmar todo lo contrario: las pesadillas son benéficas y los «dulces sueños», bien vistos, son dañinos, aterradores. Esto se puede afirmar teniendo en cuenta la relación del sueño con nuestro momento de despertar. Después de un «dulce sueño» solemos mirar alrededor y lamentarnos de que ese sueño fue justamente eso, un sueño, y de que no fue real. Incluso, más de uno habrá intentado volver a dormir para alcanzar ese sueño y disfrutar de su realidad-otra por unos cuantos momentos más. Por el contrario, después de una pesadilla nos relajamos y damos gracias a Dios por que lo vivido no fue real, sino un sueño. De esta manera, nuestras reacciones anímicas al despertar son claras: después de un «dulce sueño» nos sentimos tristes porque lo bueno se termina con el mundo de la vigilia, mientras que después de una pesadilla nos sentimos bien, felices, porque lo malo ya pasó y quedó atrás, lejos, en ese mundo-otro que es el mundo onírico.

        Así, la valoración de los sueños tiene que estar relacionada con la percepción que nos abre de nuestro mundo real. Después de un «dulce sueño», nuestro mundo se nos presenta vacío, feo y deslucido en comparación con ese mundo maravilloso (de ahí que uno no quiera volver de él); mientras que después de una pesadilla, nuestro mundo se nos muestra con otras luces, como algo que, después de todo, no es tan malo (al menos no tanto como lo espantoso que acabamos de dejar atrás), y por eso a veces no queremos volver a dormir.

        En conclusión, vemos cómo la pesadilla es más benéfica y positiva, ya que nos enseña a ver con optimismo y a aceptar con agrado la realidad que nos rodea. No así el «dulce sueño», que nos muestra un mundo deteriorado y nos hace sufrir por la realidad que nos tocó en gracia. Y es que los «dulces sueños», al ser «dulces» en sí mismos, trasladan la pesadilla al mundo real, que comienza en el mismo momento en que abrimos los ojos. Las pesadillas, por su parte, al ser en sí mismas terroríficas, guardan el terror para sí, ahorrándonos de experimentarlo en la vida cotidiana.

         De ahí que siempre sea mejor una buena pesadilla.

.

23 de diciembre de 2008

EL MAL MENOR, de Carlos E. Feiling

.

        Los libros sorprenden, muchas veces incluso antes de leerlos. Cuando tomé por primera vez El mal menor de Carlos E. Feiling (Rosario, 1961 – Buenos Aires, 1997) quedé sorprendido al ver los dos epígrafes que abren la historia y suceden a las dedicatorias y agradecimientos. En efecto, creo que cualquiera se sorprendería al ver a un escritor argentino citar a Apuleyo en latín y a Stephen King en inglés. Apuleyo y Stephen King… Stephen King y Apuleyo… Lo clásico junto a lo contemporáneo; lo que en los círculos académicos da prestigio junto a lo que despierta risas de costado. En un primer momento se podría pensar que hay algo ahí que no cuadra, pero cuando se piensa en Carlos Feiling todas las cosas empiezan a ubicarse en el lugar justo. Es que esos epígrafes (como todos los epígrafes) no sólo hablan de la novela, sino también del autor. Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, becario del CONICET y poseedor de un profuso prontuario académico, Carlos Feiling fue también un escritor, de esos que cuentan historias (cosa que no todos los académicos hacen).

        En El mal menor se puede leer una historia, y lo que es mejor, una historia de terror entretenida, original y bien escrita, en la que el mundo onírico se enfrenta al de la vigilia en una lucha fuera de toda comparación. La mención de Stephen King por el autor no es casual, es que algo del norteamericano se puede ver en las líneas de este argentino. Tal vez se deba a que Buenos Aires aparece en El mal menor tan viva como Maine en los libros de King, o a que no estamos acostumbrados a leer una buena historia de terror sobrenatural escrita en nuestro idioma con un «vos» coronando los diálogos, o vaya a saber uno a qué… De cualquier forma, no tengo dudas de que los amantes del género no se verán decepcionados. Después se podrá discutir sobre muchas cosas, pero algo es seguro: no se tendrá en ningún momento la sensación del tiempo perdido.

        El mal menor, publicada originalmente en 1996, se consigue hoy fácilmente en la edición de Norma con el título Los cuatro elementos, que incluye toda la producción novelística de Feiling (El agua electrizada y Un poeta nacional, además de El mal menor, por supuesto) más un bonus track de una novela que dejó inconclusa (La tierra esmeralda).


***
Sobre el autor: C. E. Feiling nació en Rosario en 1961 y murió en Buenos Aires en 1997. Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires (Premio Academia Argentina de Letras al mejor promedio de su carrera y Premio Fundación CECC al mejor promedio de todas las carreras de su Facultad) y becario del CONICET (1986-1988) y de la Linguistics Society of America (1986), Feiling tuvo una importante labor académica. En 1990 abandonó la docencia para dedicarse a la literatura y al periodismo cultural. Colaboró en diversas publicaciones del país y del exterior, como Clarín, Página/ 12 y Plural. Publicó tres novelas: El agua electrizada (1992), Un poeta nacional (1993) y El mal menor (1996, finalista del Premio Planeta); un volumen de poemas: Amor a Roma (1995); y varias traducciones y ensayos.



- Feiling, Carlos E. El mal menor en Los cuatro elementos. Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2007.
.

20 de diciembre de 2008

CUARENTENA: un estreno con pocas luces

.


        Se acaba de estrenar Quarantine (Cuarentena), la remake norteamericana de la película española Rec. A veces (últimamente muy a menudo) me pregunto qué está pasando con Hollywood. Si uno mira con detenimiento los estrenos de los últimos seis o siete años podrá ver una falta de ideas que en verdad llama la atención. Gran parte de las películas que se estrenan son remakes de películas extranjeras (recordemos las taquilleras The Ring y Dark Water) o de clásicos del cine norteamericano (The War of the Worlds o la próxima The Day the Earth Stood Still). Y no olvidemos las películas de superhéroes, la mayoría sin una historia sólida detrás, que se estrenan cada quince días.

        No hay películas originales o, en el mejor de los casos, hay muy pocas. Pero lo que más me extraña es este caso de Quarantine. Hacer una remake de los años cincuenta puede tener alguna justificación. Se pueden hacer escenas espectaculares utilizando nueva tecnología; se pueden buscar explicaciones nuevas (más científicas, más racionales, más justificadas) a cuestiones que tienen que ver con la ciencia ficción y con lo apocalíptico; se puede, en fin, hacer con lo nuevo lo que no se podía hacer con lo viejo. Hasta aquí podemos comprender el afán de remakes del nuevo cine norteamericano. Pero qué ocurre con Quarantine. Yo me pregunto: ¿qué necesidad hay de hacer una remake de una película que apenas cumple un año de vida? ¿Qué necesidad hay de hacer una película repitiendo prácticamente las mismas tomas, las mismas actuaciones, los mismos diálogos? Si una remake agrega algo nuevo a la película original, entonces la remake puede hallar su justificación, su redención incluso; pero lo que demuestra este tipo de adaptaciones es lo siguiente: primero, que la industria del cine de Hollywood se encuentra atravesando, sin lugar a dudas, su peor momento en lo que se refiere a su capacidad creativa; segundo, que para los norteamericanos sólo existe el cine hablado en su propia lengua; y tercero, que el mundo, lamentablemente, los seguirá como ovejas ciegas que se guían por el tintineo burdo de una campana duplicada.

        Veremos si me equivoco. No habrá que esperar mucho, sólo mirar las recaudaciones de Quarantine y compararlas con las que aquí tuvo Rec, apenas unos meses atrás.


Ficha técnica
Título original: Quarantine
Año: 2008
Duración: 89 min.
País: Estados Unidos
Director: John Erick Dowdle
Guión: Drew Dowdle, John Erick Dowdle (Remake: Jaume Balagueró, Luiso Berdejo, Paco Plaza)
Reparto: Jennifer Carpenter, Jay Hernandez, Columbus Short, Johnathon Schaech
Productora: Screen Gems / Vertigo Entertainment


.

18 de diciembre de 2008

LA DAMA NÚMERO TRECE, de José Carlos Somoza

.

«¿Qué se siente cuando un verso te destroza sin límite?»
José Carlos Somoza, La dama número trece.


        ¿Alguna vez esperaron leer una historia de terror, una muy buena historia de terror, que tuviera como personaje a la poesía? ¿Alguna vez pensaron que la poesía, ese arte tan bello, era capaz de producir miedo? ¿Alguna vez vieron a Bécquer o a Borges como a manipuladores de lo maldito? Por mi parte, tengo que admitir que no, que nunca lo había hecho; por lo menos no hasta haber leído La dama número trece de José Carlos Somoza.

        Es emocionante encontrar una historia de terror sobrenatural que cumpla con todas las exigencias. Hay que admitirlo: se publican muchas porquerías. Pedir complejidad, impacto y una buena escritura es pedir demasiado. Pero no, de vez en cuando aparece una novela buena, que cumple con todo eso, y al hallarla hay que festejar y promocionarla a los cuatro vientos. La dama número trece es esa novela buena. La dama número trece es lo que ahora estoy gritando.

        Los que aman el género fantástico podrán ver colmadas sus expectativas. Escenas fuertes, sangre, intriga, toda una raza de seres sobrenaturales (las damas) creados de forma coherente y, lo que es más importante, una escritura magistral puesta al servicio de una historia original. José Carlos Somoza escribe bien, y la perversión siempre es más perturbadora cuando se nos muestra en una prosa poética.

        Por eso, no tengo más que recomendar esta novela, la novela de un autor que con La caverna de las ideas ya nos había mostrado la posibilidad de renovación de un género y que ahora, con La dama número trece, nos asegura que el terror tiene nuevas y terribles caras.


***
Sobre el autor: José Carlos Somoza nació en La Habana en 1959, pero desde 1960 vive en España. Entre sus novelas se destacan Silencio de Blanca (Premio La Sonrisa Vertical, 1996), La ventana pintada (Premio Café Gijón, 1998), Dafne desvanecida (finalista premio Nadal, 2000), La caverna de las ideas (premio Gold Dagger 2002 a la mejor novela de suspense en Inglaterra y además traducida a más de veinte idiomas) y Zig Zag (2006). Ha escrito también varios relatos, un guión de radio y varias piezas teatrales.


- Somoza, José Carlos. La dama número trece. Buenos Aires, Sudamericana, 2003.

.

VÍCTIMAS DEL DOBLE

.
(Un análisis de “Lejana” de Julio Cortázar y “La casa de azúcar” de Silvina Ocampo)



        Una de las características de la corriente esteticista, que la diferencia de otras corrientes como la nativista/reformista, es la de promover la confusión y el equívoco. A partir de aquí, se puede ver la utilización de una lengua que promueve la ambigüedad, una escritura no homogénea y la intención de dar cuenta de la pérdida de la unidad que caracterizó a la literatura del siglo XX. Junto con estas ambigüedades y con esta pérdida de la unidad, se destaca también la cuestión del desdoblamiento y del doble. Lo que haré a continuación será analizar esta cuestión en el cuento “Lejana” de Julio Cortázar y “La casa de azúcar” de Silvina Ocampo. Para hacerlo, tomaré como punto de partida la definición del doble que se puede extraer del cuento de un autor que influyó de manera considerable en lo que podríamos denominar el período inicial de esta poética: me refiero a Guy de Maupassant y su cuento “El Horla”.

        Según podemos observar en “El Horla”, el doble es aquél que se alimenta de la persona con la que está conectada; el personaje mismo del cuento lo dice claramente: “Esta noche, he notado a alguien agazapado sobre mí y que, con la boca pegada a la mía, se me bebía la vida con sus labios”[1]. Debido a este tipo de alimentación, el Horla, efectivamente, va “bebiendo” (es decir absorbiendo) la vida de la persona hasta el punto tal de apoderarse de ella (“¡Estoy perdido! ¡Alguien posee mi alma y la gobierna! Alguien ordena todos mis actos, todos mis movimientos, todos mis pensamientos”, Maupassant, p. 126). Esta absorción anímica, que es producida por el contacto (ya que cuando el narrador se aleja de su casa se recupera inmediatamente), se va dando de manera paulatina pero inexorable, obligando al personaje a tomar una decisión drástica: o mata al Horla, cosa que según sus reflexiones es imposible, o se mata él mismo. Esto es a lo único que puede aspirar el personaje: eliminarse a sí mismo mientras sigue siendo él mismo.

        A partir de estos conceptos podemos analizar la cuestión del doble en “Lejana” y “La casa de azúcar”. En ambos cuentos la temática del doble funciona de la misma manera que en “El Horla”, lo que cambia es la respuesta del yo de los personajes ante ese otro con el que están conectados. Esta respuesta hacia su doble producirá lo que sería la hipótesis principal de esta trabajo: Los personajes Alina Reyes de “Lejana” y Cristina de “La casa de azúcar” son víctimas de sus dobles, ya que dejan de ser ellos mismos para ser ese otro (su doble).

        En “Lejana”, podemos ver cómo Alina Reyes oye el clamor de su doble, una mendiga de Budapest, que llama por ella a través de la distancia. Desde un comienzo, Alina es consciente de la duplicidad de su ser, según lo evidencia el anagrama “la reina y...” que muestra la existencia de dos seres, uno conocido cuya posición es la privilegiada (la reina de veintisiete años que toca el piano y concurre con su madre a conciertos en el Odeón) y otro desfavorecido, presente en su ausencia (apenas los tres puntos suspensivos del anagrama, la mendiga de Budapest, “la parte que no quieren”[2] y que maltratan).

        Este clamor del doble es atendido por Alina hasta tal punto que va a Budapest a buscarse en el otro (“ir a buscarme” [Cortázar, p. 30] son las palabras textuales de Alina). Cuando llega, tras revivir lo que tantas veces el otro, a través de su clamor, le había hecho vivir, Alina ve a la mendiga, que “esperaba con algo fijo y ávido en la cara sinuosa” (Cortázar, p. 35. El subrayado es mío). A partir de este momento los valores se invierten. Al acercarse, ambas mujeres se abrazan en un gesto de “fusión total” (Cortázar, p. 35) y cuando se separan Alina Reyes nota, con espanto, que ahora es ella la mendiga mientras que su doble, la anterior mendiga, se aleja después de haber tomado completa posesión de su vida.

        En “La casa de azúcar”, Cristina no comienza siendo consciente de la existencia de su doble (de hecho, como se verá más adelante, antes de que Cristina se mudara, Violeta no era siquiera su doble), sino que, poco a poco, comienza a sufrir una serie de transformaciones, como si estuviera “heredando la vida de alguien, las dichas y las penas, las equivocaciones y los ciertos”[3]. Aquí no hay una existencia a priori del yo y su doble (como ocurre en “Lejana”), sino que esta correspondencia se va construyendo a lo largo del texto. Por esto podría generarse una vacilación al momento de afirmar quién es la víctima y quién el victimario. Esta vacilación la podemos ver incluso en el narrador mismo cuando afirma: “Ya no sé quién fue víctima de quién” (Ocampo, p. 192). De hecho, Violeta misma, esto lo sabemos por lo que le oímos decir a Arsenia López, se considera víctima de esa persona que le está robando la vida. Pero esta ambigüedad en realidad no es tal y la vacilación sólo puede subsistir en una lectura superficial del texto. Sin temor a caer en errores, se puede afirmar que la víctima es aquí Cristina. El “lo pagará muy caro” (Ocampo, p. 192) de Violeta se concretiza con la pérdida de Cristina de su ser. O dicho de diferente forma: si bien es verdad que Cristina comienza por apropiarse, aunque más no sea pasivamente, de ciertos aspectos de la vida de Violeta, también es verdad que llegado un determinado momento, Cristina pierde por completo su yo para convertirse, efectivamente, en Violeta. De esta manera, Violeta, quien antes de morir se ve a sí misma como víctima a la que le han robado la vida, se convierte en realidad en victimaria al traspasar por completo su ser al cuerpo de Cristina y volver así a la vida a través de ella.

        De esta manera, tanto en “Lejana” como en “La casa de azúcar” el yo de los personajes dejan de ser ellos mismos para convertirse en un otro que refiere a su doble. Ahora resta analizar la razón por la que se produce este cambio. El traspase se da en los dos cuentos de la misma manera: al igual que en “El Horla”, es el contacto lo que permite que el doble tome completa posesión de su otro. En el caso de “Lejana”, el contacto vendría dado por el abrazo que representa una “fusión total” (Cortázar, p. 35), mientras que en “La casa de azúcar” el contacto no sería ya físico sino que se daría por medio de la inserción de Cristina en el ambiente de Violeta y en su contacto con las pertenencias de ésta (es significativo el hecho de que los cambios de Cristina comienzan cuando acepta el vestido de terciopelo que pertenecía a Violeta). Aquí está el error de estos personajes (error que no se ve en el personaje de “El Horla”): los personajes de estos cuentos reciben de manera simpática a sus respectivos dobles.

        Y aquí volvemos a la decisión drástica de la que hablamos en un comienzo. Al igual que el personaje de “El Horla”, Alina y Cristina no pueden eliminar a su doble (la mendiga se hallaba lejos, en Budapest, y Violeta estaba ya muerta), pero, a diferencia de este personaje, no hicieron lo único que les quedaba por hacer, no tomaron la decisión correcta:


        “No... no... no cabe duda, no cabe la menor duda... (el Horla) no ha muerto... Y entonces... entonces... ¡va a ser preciso que me mate yo!...” (Maupassant, p. 136).


        De haberlo hecho, Alina Reyes no hubiese sido víctima de la mendiga de Budapest ni Cristina de Violeta.



Notas:

[1] Maupassant, Guy de. El Horla y otros cuentos fantásticos. Madrid, Alianza Editorial, 1981, p 114.
[2] Cortázar, Julio. Bestiario. Deshoras. Buenos Aires, Alfaguara, 2004, p. 29.
[3] Ocampo, Silvina. Cuentos completos I. Buenos Aires, Emecé, 2000, p. 191.



BIBLIOGRAFÍA:
- Cortázar, Julio. Bestiario. Deshoras. Buenos Aires, Alfaguara, 2004.

- Maupassant, Guy de. El Horla y otros cuentos fantásticos. Madrid, Alianza Editorial, 1981.

- Ocampo, Silvina. Cuentos completos I. Buenos Aires, Emecé, 2000.

.

PLOP, de Rafael Pinedo

.

        ¿Qué es Plop?

        ¿Es una novela de Ciencia Ficción? Puede ser, por lo menos en lo que se refiere a la construcción de una visión distópica del futuro, aunque este rótulo no creo que alcance para clasificarla. ¿Es una novela fantástica? Si nos atenemos a las definiciones clásicas de lo fantástico (como aquella historia que transcurre en un mundo completamente natural y cotidiano que se ve violentado por un acontecimiento sobrenatural y extraordinario), tampoco es una novela fantástica. ¿Es, entonces, una novela realista? Para nada. El mundo que se ve en Plop no es cotidiano ni natural (según la idea social que tenemos de un mundo natural), aunque esté narrado con la simpleza de lo conocido. El mundo de Plop es un mundo-otro, tal vez inconcebible en nuestro entramado social, pero perfectamente racional y coherente dentro de su propia naturaleza. ¿Qué es, en fin, Plop? ¿Cómo podríamos definir esta novela?

        Como ocurre con toda gran novela, la definición de Plop es difícil y tal vez imposible. Lo que sí puede asegurarse sin temor a incurrir en una equivocación es que Plop es una novela de terror. Dejando de lado todos los convencionalismos, podríamos decir que una historia de terror es aquella que produce miedo. Y Plop produce miedo. La forma en que conviven los personajes, la violencia extrema y desinteresada, el sexo brutal, la supervivencia a cualquier precio, son sólo algunas de las cosas que asustarán al lector que se aventure en estas páginas.

        Y no sólo es una gran novela de terror, sino que es una gran novela a secas. Por esto mismo obtuvo el Premio de Novela Casa de las Américas en 2002. Está bien escrita, con una prosa original, simple y contundente. A cada momento nos hace pensar en el cross arltiano. Plop golpea, y cuando uno cierra el libro, los golpes siguen doliendo.

        Plop es la única novela publicada por Rafael Pinedo. Después de su muerte, a fines de 2006, se habló de una novela póstuma (incluso de dos), pero todavía no se sabe nada al respecto. Una lástima. Como consuelo, sólo nos queda seguir leyendo Plop, seguir sufriendo página tras página, cubiertos de un horror que no sabemos definir y que no podemos vislumbrar muy bien de dónde viene ni a qué se debe con exactitud. Y, por mi parte, eso es lo que seguiré haciendo: seguiré leyendo Plop, una de las mejores novelas argentinas de lo que va el siglo XXI.



***
Sobre el autor: Rafael Pinedo nació en Buenos Aires en 1954 y falleció en la misma ciudad en 2006. Se licenció de computador científico por la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires y ejerció la profesión informática. Durante un tiempo fue actor de teatro. A los dieciocho años quemó todos los cuentos que había escrito desde la infancia y sólo a los cuarenta volvió a escribir. Además del Premio Casa de las Américas de Novela, que obtuvo en 2002, ha sido finalista y obtenido menciones en diversos concursos de Latinoamérica y España. Ha publicado los cuentos “Mari”, “Desencuentro” y “El laberinto”. Plop es su primera novela y la única que publicó en vida.


- Pinedo, Rafael. Plop. Buenos Aires, Interzona, 2004.

.

17 de diciembre de 2008

SE DESPERTÓ ESA NOCHE…

.


.

I


        «¡Corré!, ¡corré!, ¡corré!», se decía para sí la joven en su alocada carrera. Corría atropelladamente, tropezándose con los cordones de las veredas y con las plantas que, de tanto en tanto, se le interponían en el camino. «¡No mirés para atrás! ¡Corré!, ¡corré!, ¡corré!».

        Cruzó una avenida sin mirar. Un Chevrolet Corsa le frenó a escasos centímetros de su cuerpo, su dueño se asomó por la ventanilla y la insultó. La muchacha no lo escuchó, después de detenerse unos segundos y de mirar al auto sin verlo, comenzó, una vez más, su carrera.

        Atravesó esquinas oscuras, donde jóvenes sospechosos la observaban pasar, confundidos. Cruzaba las calles sin mirar; tenía suerte, eran las tres de la madrugada de un miércoles de frío intenso, prácticamente no había autos circulando.

        Iba corriendo por la mitad de una desolada cuadra cuando se chocó contra el enorme cuerpo de un hombre que salía de una casa. La muchacha rebotó y dio contra la pared de la misma. El hombre, si bien permaneció incólume, se sujetó el rostro con ambas manos, donde había recibido un cabezazo.

        –¡¿Qué te pasa, piba?! ¡¿Estás loca o qué?! –gritó el hombre, observando sus manos en busca de rastros de sangre.

        La joven permaneció en silencio.

        –¡Te pregunté qué... –comenzó a decir el hombre, pero calló al ver el rostro de la muchacha. No parecía tener más de veinte años, estaba cubierta de sangre y tenía unos ojos azules abiertos en extremo, completamente desencajados.

        –¡¿Qué mierda?! –exclamó, nuevamente, el hombre.

        La muchacha tenía una expresión que reflejaba un vivo terror. De repente, comenzó a jadear, cada vez más y más fuerte hasta que el jadeo se convirtió en un gritó. Se tomó su cabeza con ambas manos y cerró los ojos en una expresión de dolor.

        –¡No me lo puedo sacar de encima! –dijo–. ¡Me va a agarrar! ¡¡Me va a agarrar!!

        –¡¿Pero qué te pasa, loca de mierda?! –dijo el hombre ingresando a la casa de la que había salido.

        La muchacha comenzó a llorar con fuerza.

        –¡No me deje! –gritó–. ¡No me lo puedo sacar de encima! ¡No me deje!

        El hombre cerró la puerta y no volvió a salir. La joven, por su parte, miró hacia atrás y adelante repetidas veces, se apoyó contra la pared con su brazo derecho, tomó aire y volvió a correr.

        Avanzó sólo unas cuadras más. Poco a poco, las fuerzas la fueron abandonando. Cruzó una bocacalle y desde la esquina vio una luz a mitad de la cuadra. Inconscientemente se dirigió a ella. Cuando llegó, las fuerzas la abandonaron por completo. Cayó de rodillas. Antes de perder el conocimiento pudo ver un cartel, decía MAXI–KIOSCO.





II


        Carlos Aguirre tomó la foto con su mano derecha y con su izquierda acarició su barba. «Blanca», pensó, y sonrió. No podía creerlo. Era testigo de su envejecimiento... y era feliz. Miró la foto con detenimiento, allí estaba Silvina, su mujer, y Claudio y Soledad, sus dos hijos. La foto estaba ya desactualizada, Claudio tenía allí diez años y Soledad ocho. Ahora Claudio tenía veintiséis y acababa de hacerlo abuelo. «Nunca pensé que un nieto me iba a hacer tan feliz», se dijo. Miró a Soledad, con sus veinticuatro años estaba a punto de recibirse de contadora. Qué podía decir, estaba orgulloso de sus hijos. Miró entonces a Silvina, tan joven y risueña en la foto. Y de ella, qué podía decir ahora; era su compañera, su ángel, y era feliz de compartir los logros de sus hijos con ella.

        Dejó la foto detrás del mostrador, en su lugar, justo enfrente de él y al lado del equipo de mate. Su familia, desde allí, le hacía compañía en esas noches largas de invierno, mientras atendía el maxi–kiosco. Después, cuando él se iba, a las siete de la mañana, la misma foto le hacía compañía a su hijo Claudio, que lo suplantaba hasta las siete de la tarde, hora en que volvía a producirse el relevo.

        Miró el reloj que colgaba de una de las paredes del comercio: eran las tres de la mañana. Todavía faltaba mucho para que acabara su turno, y la pequeña estufa eléctrica no alcanzaba para calentar la totalidad del ambiente.

        Observó la calle delante del mostrador: estaba desierta. Comenzaba a creer que era inútil permanecer abierto toda la noche. En términos exactos, no llegaba a vender ni la mitad de lo que se vendía durante el día. Pero bueno, nunca se sabía, había que aguantar, y más ahora que la familia acababa de agrandarse. Tenían que trabajar al máximo para darle al pequeño Alex todo lo que necesitaba.

        Continuó observando el exterior: nadie pasaba por allí. A decir verdad, le daba un poco de miedo trabajar a esas horas solo. Si bien el barrio era tranquilo, Almagro nunca había sido un barrio peligroso, y tenía una reja que impedía el ingreso de la gente al local, sabía que se estaban viviendo momentos difíciles en el país. Además, temía perderse la niñez de su nieto, como hacía veintipico de años había temido perderse la de sus hijos. Por suerte eso no había sucedido, y esperaba que aquello tampoco sucediera. Por otra parte, nunca lo habían asaltado en los diecisiete años en que había trabajado en el maxi–kiosco, llamado en un comienzo, simplemente, kiosco. No tenía que pensar en eso. No tenía por qué pasarle nada malo.

        Volvió a tomar la foto de detrás del mostrador y la observó, una vez más, con detenimiento. No pudo evitar sonreír. No podía esperar a llevar la foto de Alex, su nieto, para que también le hiciera compañía. Alex, su nieto. Su nieto. No se cansaba de repetirlo.

        Estaba pensando en esto cuando oyó un ruido que provenía de la vereda. Se trataba de un ruido seco, como un golpe. Carlos se puso de pie, dejó el portarretrato en su lugar y se acercó a la reja de la entrada del local. Una vez allí se sorprendió al ver a una joven, seguramente menor que su hija, acostada boca abajo en el pavimento. Sin siquiera pensarlo, se acercó al mostrador y de detrás del mismo, de un vaso de plástico verde que descansaba a pocos centímetros de la foto de su familia, extrajo un juego de llaves. Volvió al lado de la reja y la abrió. Se aproximó a la joven y haciendo un gran esfuerzo, no en vano era ya abuelo, introdujo a la muchacha al interior del local.
Cerró nuevamente la reja.





III


        Con la joven todavía en brazos, Carlos se acercó al mostrador y, de detrás de él, sacó la silla en la que estaba sentado y la colocó en el centro del local. Sentó a la muchacha en ella. Al alejarse de la joven notó que estaba cubierta de sangre coagulada, restos de esta sangre habían quedado en su propia ropa, brazo y cuello. La observó atónito, la muchacha abrió los ojos de una manera desorbitada y lo observó a su vez.

        –¿Qué te pasó? –preguntó Carlos.

        La muchacha comenzó a llorisquear lastimosamente, su boca se contraía y parecía morderse el labio inferior como buscando ahogar el llanto.

        –No me lo puedo sacar de encima –dijo entre quejidos–. Me va a agarrar, ¡no me lo puedo sacar de encima!

        –¿Quién te va a agarrar?

        La joven comenzó a llorar con más fuerza.

        –No te preocupés –dijo Carlos–, acá no puede entrar nadie. Esperá que te alcanzo algo para tomar.

        Carlos se acercó a una de las heladeras que estaban contra la pared del fondo y extrajo de ella una botellita de Pepsi. Se la acercó a la joven al tiempo que le decía:

        –No te hagás problema. Tomate esto que te va a hacer bien. Yo ya mismo estoy llamando a la policía.

        La muchacha asintió y aceptó, con manos temblorosas, la botella que le ofrecía Carlos. Por su parte, éste se acercó al mostrador y tomó de él su teléfono celular. Rápidamente marcó el 911. Lo atendió una operadora, a la que le explicó brevemente lo que había sucedido. Cuando terminó cortó la comunicación.

        –Ya viene un patrullero –dijo–. Podés quedarte tranquila. ¿Cómo te llamás?

        La joven tomaba su gaseosa con sorbos cortos. Sus manos le temblaban menos y su rostro había perdido la contracción de antes.

        –Me llamo Amanda –dijo la muchacha–. Tengo miedo de no poder sacármelo de encima. Tengo miedo de que me agarre.

        –Nadie te va agarrar –la tranquilizó Carlos–. Ya viene el patrullero.

        Esperaron unos segundos. Ambos permanecieron en silencio, hasta que, para distraerla, Carlos preguntó:

        –No tenés que contestarme, pero si querés podés contarme lo que te pasó. Si está en mí ayudarte lo voy a hacer. Aunque no sean más que palabras de apoyo lo que te pueda dar.

        Amanda respiró hondo y apoyó la botella de Pepsi en su regazo. Observó a Carlos y asintió. Respiró hondo nuevamente y su rostro se descompuso, mordió su labio inferior y volvió a respirar.

        –Sí –dijo Amanda–. Voy a contarle. A lo mejor así puedo evitar que me agarre. Todo comenzó hará no más de diez o quince minutos. Acabábamos de salir del cine con mi novio, Esteban –los labios de la joven temblaron, pero sacudió la cabeza y continuó–. Acabábamos de ver una película y él me acompañaba a mi casa, y, de golpe, vimos que un chico chiquito nos salía al paso, corriendo...





IV


        –¿Te gustó? –preguntó Esteban mientras pasaba su hombro por el cuello de su novia.

        –Más o menos –respondió ella–, ya sabés que no me gustan las películas de terror.

        –Sí, ya lo sé –concluyó él.

        Habían salido de los cines Village que estaban en Caballito, sobre la Avenida Rivadavia, a media cuadra de la Avenida Acoyte. Caminaban manteniéndose lo más juntos posible, con el fin de contrarrestar el intenso frío. Esteban miró su reloj pulsera: eran casi las dos y media de la madrugada. Del cine caminaron hasta la Avenida José María Moreno y, después de caminar dos cuadras por ésta, doblaron a su izquierda por Guayaquil, en dirección a Almagro. Estaban a unas veinte cuadras de la casa de la muchacha, Amanda.

        –A mí me gustó –dijo por fin Esteban, escondiendo su rostro debajo de su bufanda roja–. Además, me pareció una linda manera de festejar nuestro cumplemés.

        –¡Esteban! ¡¿Qué decís?! –exclamó Amanda esbozando una sonrisa–. El chico mató a la chica y la tiró al río.

        Esteban sonrió.

        –Y no te parece acaso una buena idea.

        Hacía dos años y nueve meses que Esteban y Amanda estaban de novios y juntos contaban los días para que llegara el verano, precisamente el veinticuatro de febrero, fecha en donde ambos contraerían matrimonio. Hacía un año que lo estaban planeando y todo estaba listo, tenían el salón señado, la iglesia escogida y la ilusión de una nueva vida por venir. No podían ni querían esperar más. Estaban cansados de la vida de novios, el no poder, para no contrariar a los padres de ella, dormir hasta tarde juntos, el tener que mentir cada vez que iban a un hotel, o el sufrir en exceso cada vez que Amanda tenía un atraso. Ya habían tenido mucho de eso. Además, querían estar juntos todos los días, verse todas las noches.

        –Sabés –dijo Esteban, siempre escondiéndose bajo la bufanda–, estuve pensando en la fiesta de casamiento... Podríamos alquilar un auto antiguo para que te lleve a la iglesia y para que después nos lleve al salón. Yo conozco a un señor que alquila uno, no creo que sea muy caro; además, va a ser original.

        –No sé –dijo Amanda–. Ya le dijimos a mi tío que nos lleve. Vamos a quedar re mal si ahora le decimos que no.

        –No, siempre y cuando le avisemos con tiempo. Además, quien va a preferir perderse el comienzo de la fiesta, con la comida de la entrada y todo, para andar llevando a los novios a sacarse fotos. No, haceme caso, a tu tío le vamos a hacer un favor.

        –No sé... Además...

        Amanda se quedó en silencio. Después de unos segundos, Esteban preguntó:

        –¿Además qué?

        –¿Qué es eso que viene corriendo allá? –preguntó a su vez Amanda señalando la calle que se extendía delante de ellos.

        Esteban miró para donde señalaba Amanda. A una cuadra de distancia se veía una pequeña silueta que se acercaba corriendo a toda velocidad. Cuando estuvo a media cuadra, los muchachos pudieron distinguir que se trataba de un niño, de unos cinco o seis años, que se acercaba a la carrera. Cuando por fin pasó al lado de ellos, Esteban alargó su brazo y sujetó al niño del suyo. Estaba llorando desconsoladamente.

        –Nene, ¿estás bien? –preguntó Esteban.

        –¡¡¡Mamá!!! ¡¡¡Papá!!! –gritaba el niño.

        –¿Qué pasó con tu mamá y tu... –pero Esteban no pudo seguir hablando, había notado que el pequeño estaba cubierto de sangre, desde la punta de la cabeza hasta la punta de los pies.

        –¡¡¡Mamá!!! ¡¡¡Papá!!! –continuaba el niño.

        –¡Por Dios! –exclamó Amanda–. Esteban, hay que llamar a la policía... o a la ambulancia.

        –¿Qué te pasó pibe? –preguntó, una vez más, Esteban–. ¡¿Qué te pasó?!

        El chico continuó gritando, cada vez con más fuerza, hasta que su voz comenzó a cambiar, su llanto infantil se fue transformando en un sonido más grave, más gutural.

        –¿Qué carajo? –balbució Esteban.

        El llanto se convirtió en un crujido. El niño abandonó su imagen de víctima inocente y pareció cubrirse de una serenidad extraña. Miraba al suelo y respiraba largamente. De repente, elevó su rostro y miró a Esteban. Éste pegó un salto y soltó el brazo del pequeño. No pudo evitarlo, se había espantado al ver sus ojos: no eran ojos normales, sino que sus pupilas habían desaparecido y todo era de un color blanco brillante. Con una velocidad inhumana, el niño se abalanzó sobre Esteban y comenzó a morderlo en el cuello y en el pecho. Esteban gritaba de dolor y se retorcía con el niño encima, sin poder desembarazarse de él. En un costado, Amanda comenzó a gritar pidiendo auxilio.

        La lucha duró pocos segundos, al término de los cuales el niño se puso de pie y observó a Amanda. De su boca caían hilos de sangre. Su mirada conservaba la blancura brillante y sus facciones estaban contraídas en una expresión bestial.

        Amanda se llevó ambas manos a la boca en una mueca de horror. Ya veía al pequeño arrojado sobre ella, comiéndole el cuello... pero eso no ocurrió. Por el contrario, el rostro del niño se relajó y sus ojos se abrieron desmesuradamente. Parecía sorprendido. De pronto, comenzó a temblar frenéticamente, como si le estuviera dando un ataque de epilepsia. Amanda lo miró con espanto. El niño tembló cada vez con más velocidad y, a medida que lo hacía, comenzó a hincharse. Se hinchó hasta convertirse en una pequeña bola de carne. Amanda miraba la escena aterrada. Por último, el niño explotó. Amanda escuchó un fuerte ruido, como el que hace una pelota de fútbol al reventarse, y se vio cubierta por los restos del pequeño. Se tomó la ropa con ambas manos y la observó, estaba roja de sangre y podía ver pequeños trozos de carne pegada a ella; se pasó ambas manos por la cabeza y notó su pelo pringado; dio también con un objeto pequeño y duro, como una piedra, lo desenredó de sus cabellos y lo observó sin saber muy bien lo que hacía: era un pequeño diente de leche. Luego, no pudo ver más, sintió que las fuerzas la abandonaban y que sus piernas no eran capaces de sostener a su cuerpo. Cayó inconsciente.

        Cuando despertó miró a su alrededor. No parecía haber pasado mucho tiempo. Esteban yacía tirado en el piso, inerte, en la misma posición en que lo había dejado el pequeño. De éste sólo quedaban restos esparcidos por toda la calle. Amanda se puso de pie, con dificultad. Comenzó a gemir y exclamó con voz vacilante:

        –Esteban... Esteban...

        Esteban no le respondió.

        Súbitamente, creyó oír el crujido del pequeño a sus espaldas. Se volvió con velocidad, pero allí no había nadie. Oyó el crujido una vez más, pero ahora provenía del lado opuesto. Volvió a girar, aunque, una vez más, no vio nada. Cuando oyó el crujido por tercera vez, ahora proveniente de todos lados simultáneamente, no pudo permanecer más en ese lugar. Sujetó su cabeza con ambas manos y la sacudió; abrió sus ojos azules, observó la calle oscura y desierta y comenzó a correr.

        Sus sentidos estaban anulados. Sólo unas pocas palabras, con voluntad propia, se dejaban oír en su mente alterada: «¡Corré!, ¡corré!, ¡corré!, ¡no mirés para atrás!, ¡corré!, ¡corré!, ¡corré!».





V


        Carlos oyó la historia incrédulo, era inconcebible que lo que había contado la muchacha fuera cierto. Chicos de cinco años que se comían a las personas y que luego explotaban... era increíble. Aunque la muchacha lo había contado de una manera que impedía no tomarla en serio. Se había descompensado dos veces y el llanto había cortado sus palabras en tres ocasiones distintas. No, la chica no mentía. Pero, entonces, eso significaba que estaba loca; y él estaba encerrado con una loca cubierta de sangre en su negocio...

        Carlos comenzó a caminar lentamente hacia atrás, en dirección a la reja, que estaba a sus espaldas. Amanda, al verlo, comenzó a negar con la cabeza y dijo:
       
        –No se vaya. Por favor, no me deje sola. No se vaya –y comenzó a llorar.

        Carlos llegó hasta la reja y chocó con su espalda contra ella. Estaba decidido, iba a salir del local e iba a esperar a la policía afuera. No iba a dejar sola a la muchacha, sino que iba a vigilarla desde el otro lado. Tenía sus principios, y por más peligrosa que fuera la chica él no la dejaría.

        Introdujo las manos en los bolsillos de su saco en busca de las llaves, pero no las encontró allí. Las buscó en los bolsillos de su pantalón, pero tampoco estaban allí. Entonces recordó que, en un movimiento inconsciente, las había dejado en su lugar: detrás del mostrador, en el vaso de plástico verde. Ahora, para recuperarlas, tenía que pasar por al lado de la muchacha, que lo miraba con ojos desorbitados.

        –Por favor –gemía Amanda–, por favor no me deje.

        Con el corazón acelerado latiéndole en el pecho, Carlos consideró la situación. La joven no parecía, en ese momento, peligrosa. Por el contrario, era a simple vista una víctima indefensa. Pero, por otra parte, no podía creerle lo del chiquito que se comió a su novio y después explotó... ¿Qué podía hacer entonces?

        –Vamos a hacer una cosa –dijo Carlos con tono inseguro–. Yo te prometo que no me voy a ir, pero vos me tenés que prometer que no te vas a parar de esa silla hasta que llegue la policía. ¿Está bien?

        Amanda asintió y dejó caer su cabeza sobre su pecho, rendida. Carlos la observó con detenimiento, tratando de ver sus ojos. Estaban cerrados, la chica parecía haberse quedado dormida.

        Permaneció de pie, inmóvil, por espacio de unos minutos. La chica no reaccionaba y la policía no llegaba. No obstante, él se estaba tranquilizando: mientras la chica estuviera inconsciente él no correría ningún peligro. Pensó en llamar a su esposa, pero descartó la idea creyendo que la asustaría sin sentido. Después de todo, hasta que la policía no llegase, nadie podía hacer nada. Estaba pensando en esto cuando sintió que alguien le sujetaba el hombro. Miró a su lado y vio una mano que ingresaba al local por entre los barrotes de la reja y apretaba su hombro con escasa fuerza. Instintivamente, Carlos hizo un movimiento brusco con su cuerpo y se zafó de la mano. Ingresó un par de pasos en el local y miró hacía afuera: un joven pálido, con sangre en su pecho y cuello, estaba parado en la puerta; su aspecto era tan débil que parecía que, de no estar sujetado a los barrotes, se caería.

        –¿Qué?... –exclamó Carlos.

        –Tiene que salir de ahí –dijo el joven con voz rasposa–. Antes de que sea tarde.





VI


        Carlos no sabía qué hacer. La presencia de aquel joven lo había terminado por desorientar. Se dio media vuelta y miró a la chica: seguía allí, a unos dos metros, inconsciente. Volvió a mirar al chico: estaba de pie en la puerta del local, tambaleándose.

        –¿Quién sos? –preguntó Carlos.

        –Tiene que... –dijo el muchacho, y se desplomó.

        El sonido de las sirenas comenzaba a oírse a la distancia. Carlos sintió una sensación de satisfacción al oírlas. Ya estaba, todo había terminado. La chica seguramente estaba huyendo de ese joven y, después de haber luchado contra él, eso explicaría la sangre de ambos, había logrado escapar y refugiarse en su kiosco. Que la historia del niño la analizaran después los especialistas; por el momento, todo había terminado.

        Carlos se volvió y miró a la joven, seguía inconsciente. Se acercó a ella, pasó a su lado y se dirigió al mostrador. Vio la foto de su familia y deseó estar con ellos, pero rechazó la idea, no podía distraerse en ese momento. Recogió sus llaves y se acercó una vez más a la puerta del negocio. Esperó a que llegara la policía, no saldría de allí hasta que los patrulleros estuvieran en la puerta del lugar. Las sirenas se oían cada vez más cerca. El joven, a sus pies, respiraba con dificultad.

        Carlos sentía que la ansiedad le carcomía el alma.

        –¡Vamos! –exclamó.

        De pronto, comenzó a sentir un extraño sonido a sus espaldas. Era una especie de quejido, pero extraño, como el ronronear de un gato, sólo que más fuerte. Carlos se volvió y vio que Amanda, que continuaba con la cabeza sobre su pecho, había acelerado su respiración.

        –Ya viene la policía –dijo Carlos–. Quedate tranquila que ya viene.

        El quejido se convirtió en una risita. Carlos comenzó a desesperarse y a mirar a su alrededor, sin saber lo que buscaba. Amanda elevó el rostro y miró a Carlos de frente. Éste emitió un grito. Los ojos de la joven estaban cubiertos por una película blanca brillante y parecían que iban a salírsele de sus cuencas. Su boca estaba contraída en una mueca que se asemejaba a una sonrisa, aunque no parecía humana.

        –Je, je, je, je, je, je, je, je...

        –Qué –musitó Carlos, pero no pudo decir más, sus palabras se le ahogaron en la garganta cuando vio que Amanda comenzaba a temblar frenéticamente. Su boca había perdido su sonrisa y sus ojos estaban más abiertos que nunca. Carlos se llevó ambas manos al pecho, sentía que su corazón le iba a explotar. De repente, Amanda comenzó a hincharse; sus facciones empezaron a deformarse y su cuerpo a rasgar sus ropas. Carlos recordó la historia del niño y de su explosión. También recordó las palabras de Amanda: «No me lo puedo sacar de encima».

        Se oyó una explosión.





VII


        La policía llegó al kiosco y se topó con un escenario macabro: un muchacho yacía muerto en el suelo de la entrada (por lo que se veía, muerto hacía instantes, desangrado como consecuencia de profundas heridas en su cuello y pecho); además, la puerta de la reja se hallaba abierta y en el interior había restos humanos esparcidos por todo el lugar. Debido a los trozos de ropa y de cabellos de la persona que, aparentemente, había explotado, los agentes dedujeron que se trataba de una mujer. Del dueño del kiosco no había rastros. La policía comenzó con un operativo de búsqueda en las manzanas aledañas para ver si el hombre, en plena desesperación, había abierto la puerta y salido corriendo.





VIII


        Nunca se dio con el paradero de Carlos Aguirre. Todo lo que se encontró fue a un hombre muerto a unas cinco cuadras del maxi–kiosco, que no era él, con el cuello y el pecho destrozados a mordiscos. Alrededor del cadáver, había restos humanos desparramados por toda la calle, como si una persona hubiese explotado y volado por los aires. Cuando hicieron las pruebas de ADN para averiguar a quién pertenecían los restos, los miembros de la policía científica se encontraron con una cadena de ADN alterada hasta tal punto que no pudieron averiguar de quién se trataba. Lo mismo ocurrió cuando analizaron los restos encontrados en el maxi–kiosco y, también, a pocas cuadras de allí, en una esquina, con restos pertenecientes a un niño de por lo menos cinco o seis años.

        Estos no fueron los únicos casos de esa noche. Extrañamente, se encontraron escenas idénticas en diferentes puntos de la Capital Federal. Por lo menos, dieciocho personas habían muerto desangradas por mordidas en cuello y pecho. Además, en la mayoría de las escenas, se hallaron restos humanos desperdigados por la calle. Al igual que los recién mencionados, ninguno de estos restos pudieron ser identificados. Todavía hoy, estas muertes continúan siendo un misterio, razón por la cual las autoridades decidieron mantenerlas en secreto.





IX


        La familia Aguirre compartió con el gobierno la voluntad de silencio y sus miembros sólo se limitaron a llorar y a sufrir en familia. A los cinco meses de la desaparición de Carlos, cuando Soledad se recibió de Contadora Pública, todos los miembros de su familia habían perdido ya las esperanzas de encontrarlo con vida. Si hoy alguien pasa por el kiosco en el que Carlos Aguirre sonreía mirando la foto de su familia y pensando en su nieto recién nacido, podrá ver un cartel que cuelga de la reja de entrada y dice:


        HORARIO: DE 7 A 20.30 HS.

.


© Lucas I. Berruezo
.

LO “OMINOSO” FRENTE A LO “FANTÁSTICO” EN TRES RELATOS ALEMANES


        La categoría de «lo ominoso»[1], formulada por Sigmund Freud, mantiene con la categoría literaria de «lo fantástico» relaciones significativas. Tanto es así que, en el desarrollo de la primera, Freud utiliza como base de su planteamiento el cuento “El hombre de la arena”, de E. T. A. Hoffmann. A continuación, se relacionará esta categoría de «lo ominoso» con dos teorías de lo fantástico, la desarrollada por Tzvetan Todorov en su Introducción a la literatura fantástica y la de Rosemary Jackson en Fantasy: literatura y subversión; por último, se analizará el funcionamiento de estos conceptos en los relatos Ondina, de Friedrich de la Motte-Fouqué, La maravillosa historia de Peter Schlemihl, de Adelbert Von Chamisso, y el ya mencionado “El hombre de la arena”, de Hoffmann.

        En su texto “Lo ominoso”[2] (1919), Freud define a esta categoría como aquello que “no es efectivamente algo nuevo o ajeno, sino algo familiar de antiguo a la vida anímica, sólo enajenado de ella por el proceso de la represión” (Freud, p. 241). Dicho de otro modo, lo ominoso serían las representaciones pertenecientes al estadio de la vida anímica (propia del hombre primitivo y del niño, en la que se puede ver, entre otras cosas, un amor irrestricto por sí mismo, el narcisismo primario y las supersticiones) que fueron reprimidas y superadas y, aunque deberían permanecer ocultas, salen a la luz. Esta exposición de lo que debería estar oculto produce en el sujeto un efecto angustioso y perturbador. Además, Freud divide a lo ominoso en dos ámbitos: “lo ominoso del vivenciar” (Freud, p. 246) y “lo ominoso de la ficción” (Freud, p. 248); mientras que el primero se relaciona con lo que el sujeto, efectivamente, vivencia en su vida cotidiana y en el mundo psíquico y material del que forma parte (en donde lo ominoso proviene de complejos infantiles reprimidos y de convicciones primitivas superadas), el segundo se relaciona con lo que el sujeto se representa o lee (y que proviene, principalmente, de la literatura). Para que el texto ficcional produzca el efecto de lo ominoso, es necesario que el autor se sitúe, en apariencia, en el mundo material en el cual vive el lector, introduciendo en este mismo mundo acontecimientos que no podrían ocurrir, al menos en teoría, en la vida cotidiana; debido a estas características, “la ficción abre al sentimiento ominoso nuevas posibilidades, que faltan en el vivenciar” (Freud, p. 250). Antes de terminar con este apartado, es relevante mencionar algunos casos de lo ominoso señalados por Freud: la muerte (con el retorno de los muertos, espíritus, aparecidos, etc.); la magia; la omnipotencia de los pensamientos; el complejo de castración; la locura; ciertos miembros seccionados como la cabeza, las manos o los pies (que se relacionan también con el complejo de castración); el doble; entre otros.

        En relación con la teoría de lo fantástico planteada por Todorov, se puede ver que tanto esta teoría de lo fantástico como la teoría de lo ominoso de Freud, son teorías de efecto: mientras que en Freud lo ominoso, para serlo, debe producir angustia y perturbación, en Todorov lo fantástico debe producir vacilación en el lector (implícito): “lo fantástico se basa esencialmente en una vacilación del lector (...) referida a la naturaleza de un acontecimiento extraño”[3]. Según la posición que se adopte frente a este acontecimiento, dependerá que lo fantástico se convierta en lo fantástico-maravilloso (el acontecimiento no es explicable según las reglas del mundo conocido y material y, por eso, debe poseer reglas ajenas al conocimiento del lector) o en lo fantástico-extraño (el acontecimiento es explicado perfectamente por medio de la razón); en el caso de que el texto construya la vacilación hasta el final y no la resuelva, se estaría ante lo fantástico-puro. De esta manera, el elemento «fantástico» permanece en el texto mientras permanece la vacilación ante él. Al igual que Freud, Todorov considera que para que esta vacilación se produzca “es necesario que el texto obligue al lector a considerar el mundo de los personajes como un mundo de personas reales” (Todorov, p. 30); es decir, es necesario que se inserte la acción y el acontecimiento extraño en el mundo “real”.

        Por último, Rosemary Jackson, quien le critica a Todorov su falta de interés y su escasa atención al psicoanálisis, relaciona la categoría de «lo siniestro» (ver nota 1), citando explícitamente a Freud, con la función de la literatura fantástica. Si bien Todorov no deja de lado la función de lo fantástico[4], es Jackson quien se centra en ella. Según la autora, la literatura fantástica subvierte lo real establecido mostrando (haciendo presente) lo siniestro que estaba oculto detrás de lo casero y lo propio (“el intento de hacer visible lo que es culturalmente invisible”[5]). De esta manera, Jackson pone en relación el concepto de lo ominoso con el modo fantástico, otorgándole a éste la función de descubrir a aquél. Desde el punto de vista social, la literatura fantástica transgrede las normas sociales, mostrando aquellos temas que son silenciados[6]: “función transgresiva al poner en descubierto cosas que deberían permanecer a oscuras” (Jackson, p. 70).

        Definidas ya las categorías de «lo ominoso» y «lo fantástico», se verá a continuación cómo estos conceptos aparecen en los relatos de Ondina, La maravillosa historia de Peter Schlemihl y “El hombre de la arena”, ya mencionados.

        Con respecto a Ondina, de Friedrich de la Motte Fouqué, se puede ver cómo el concepto de «lo ominoso» aparece en este texto a través de varios de los casos mencionados por Freud, todos relacionados con el personaje de Ondina. En primer lugar, es interesante observar que, en un principio, Ondina posee una personalidad que hace pensar en el estadio de vida animista (como se dijo, propia del niño y del hombre primitivo), principalmente por su “conducta infantil”[7], sus “travesuras e impertinencias” (Ibidem), y su irreverencia, tanto hacia sus padres como hacia el sacerdote (“al que ya no respetaba tanto”, Ibidem). Ondina parece pertenecer a ese estadio de vida que, según Freud, es luego superado o reprimido por el sujeto o la humanidad misma; superación que también se da en Ondina, ya que después de haberse casado con Huldbrand y de haber pasado la noche con él, se hace poseedora de un alma que la lleva a modificar su personalidad por completo, dejando atrás el comportamiento antes descrito.

        Además, el tema del doble también aparece en este relato, en la relación entre Ondina y Bertalda. Después de que Ondina revelara el secreto sobre los padres de Bertalda, y después de la mala reacción de ésta, hay un acercamiento entre las dos mujeres, en el que Ondina exclama: “Mira, de niñas fuimos permutadas la una por la otra; ya entonces se cruzó nuestro destino y ahora vamos a cruzarnos tan estrechamente que ninguna fuerza humana sea capaz de separarnos” (Motte-Fouqué, pp. 419-420). Esta cercanía, derivada de una idea de destino, hace pensar en la cuestión del doble y, como afirma Freud en su trabajo, el doble produce un “efecto ominoso” (Freud, p. 234): “(Bertalda) Miró con respeto a Ondina, pero no pudo evitar un secreto pánico que la distanciaba de su amiga” (Motte-Fouqué, p. 420, subrayado mío). Este secreto pánico sentido por Bertalda, es compartido por el mismo Huldbrand, esposo de Ondina: “un secreto pánico le apartaba de ella y le hacía volver a Bertalda” (Motte-Fouqué, p. 421).

        En relación con Huldbrand, Ondina representa el motivo del complejo de castración, mencionado también por Freud. Una vez que Huldbrand regaña a Ondina sobre la corriente del Danubio (en los dominios de los seres maravillosos que son sus familiares), ésta debe por obligación retornar a su hogar primigenio en las profundidades de las aguas. Sólo podrá volver en el caso de que Huldbrand se case con otra mujer e incurriese con eso en infidelidad, ya que ella, técnicamente, no está muerta. En efecto, Huldbrand se casa con Bertalda y Ondina regresa la misma noche de la boda (antes de que los novios pasaran la noche juntos) y termina con la vida del caballero.

        Pero como se dijo con anterioridad, la teoría de lo ominoso es una teoría de efecto, por lo que el análisis de esta categoría en Ondina no estaría concluido si no se observase este efecto que provoca en el lector. A diferencia de lo que sienten los personajes frente a Ondina, el lector no experimenta la angustia o la perturbación propia de lo ominoso. Ese efecto no trasciende las páginas del texto. El motivo de esto es claro; según Freud, para que “lo ominoso de la ficción” (Freud, p. 248) se dé, “el autor se sitúa en apariencia en el terreno de la realidad cotidiana”. Esto, que acercaría el relato a «lo fantástico», no ocurre en Ondina. En primer lugar, el texto comienza ubicando la historia lejos de la realidad cotidiana, en una fórmula que hace pensar en los cuentos maravillosos: “Hace ya muchos cientos de años...” (Motte-Fouqué, p. 389). De esta manera, el relato no pertenecería a “lo ominoso de la ficción” (Freud, p. 248), sino que estaría incluido en esos textos en que se crea un universo en donde la realidad cotidiana es remplazada por otra, maravillosa, pero plenamente justificada dentro de la narración[8]. Por esto mismo, tampoco se encuentra aquí «lo fantástico-puro», ya que la vacilación hacia los seres sobrenaturales es superada en el capítulo VIII, en donde Ondina narra su verdadera historia y detalla las características del mundo maravilloso existente en los bosques y en las profundidades acuáticas.

        En La maravillosa historia de Peter Schlemihl, de Adelbert Von Chamisso, ocurre prácticamente lo mismo que en Ondina. Se trata también de un relato que rápidamente, aun más rápidamente que el anterior, deja de lado la vacilación para constituirse como un relato fantástico-maravilloso. Lo que aquí ocurre tampoco genera el efecto de angustia y perturbación propio de «lo ominoso». Por el contrario, todo es aceptado sin ser puesto en duda. Se puede ver principalmente en la galería de objetos fantásticos que pasan por la historia, como por ejemplo “la auténtica mandrágora, la hierba de Glauco, los cinco céntimos del judío, la moneda robada, el tapete de Rolando, un genio embotellado”[9], “el sombrerito de los deseos de Fortunato” (Von Chamisso, p. 76), “La bolsa de Fortunato” (Ibidem), “el nido que hace invisible al que lo tiene” (Von Chamisso, p. 122), la “capa invisible” (Von Chamisso, p. 125) y “las botas de siete leguas” (Von Chamisso, p. 149). Esta extensa lista de elementos maravillosos, junto con la cuestión explícita de la pérdida de la sombra, impide cualquier vacilación al respecto, estableciendo claramente el género en que se ubica el relato.

        A pesar de que en La maravillosa historia de Peter Schlemihl, al igual que en Ondina, no están presentes «lo fantástico puro» y «lo ominoso», que necesitan de la construcción de un mundo “real” y cotidiano para producir su efecto en el lector, sí se pueden ver varios motivos de lo ominoso en el interior de la historia. Como en Ondina, está presente la cuestión del doble, entre Peter Schlemihl y el hombre de gris: “Pero usted huya de mí si quiere, cabeza dura, pero sepa que somos inseparables. Usted tiene mi dinero y yo tengo su sombra y eso no nos dejará en paz a ninguno de los dos” (Von Chamisso, p. 131)[10]. También aparece en este relato el motivo del complejo de castración, encarnado en la sombra. A partir de que Peter Schlemihl pierde su sombra, no es capaz de concretar relación amorosa alguna, sin importar el dinero, la distinción o la retribución del sentimiento que posea. Esto se ve en las palabras mismas del hombre de gris: “su sombra corporal, con la que puede conseguir la mano de su amada” (Von Chamisso, p. 114); y de las del padre de Mina: “¡Vamos, que hasta un perro tiene sombra y mi querida y única hija se iba a casar con un hombre que...!” (Von Chamisso, p. 127). De esta manera, la sombra aparece como el elemento de castración, semejante a Ondina en el relato analizado anteriormente.

        Como afirma Freud en su trabajo, en “El hombre de la arena” se puede ver ese efecto de lo ominoso. Más allá de las cuestiones psicoanalíticas en las que Freud se detiene, es significativo destacar que éste es el único de los tres relatos que está ambientado en el mundo “real” y que conserva «lo fantástico» hasta el final. Por más que Freud afirme que “La conclusión deja en claro que el óptico Coppola es efectivamente el abogado Coppelius y, por tanto, el Hombre de la Arena” (Freud, p. 230), el texto en sí no elimina la vacilación en ningún momento. De las pruebas de que Coppola y Coppelius son la misma persona, se tiene solamente la perspectiva de Nataniel, quien suele ver parecidos en varios personajes: primero en su padre con Coppelius (“Se parecía a Coppelius”[11]) y luego en Clara con la autómata Olimpia, por lo que la intenta tirar de la torre en el final del relato. De esta manera, la vacilación en ningún momento se ve superada, y siempre se puede pensar que todas las percepciones de Nataniel no son más que las de una mente perturbada por la psicosis y por el efecto de lo ominoso, que no sólo permanece en Nataniel, sino que, en este caso sí, se traslada al lector, que en todo momento tiene presente la posibilidad de que lo increíble superado puede ser realmente posible.


Notas:
[1] Das Unheimliche, también traducido como «lo siniestro».
[2] Freud, Sigmund. “Lo ominoso” en Obras Completas (vol. XII). Buenos Aires, Amorrortu, 1991. A continuación, las citas se harán según esta edición.
[3] Todorov, Tzvetan. Introducción a la literatura fantástica. México D. F., Coyoacán, 2003, p. 125. A continuación, las citas se harán según esta edición.
[4] Todorov habla, básicamente, de la «función literaria» y de la «función social» de lo sobrenatural en el género, en donde “en ambos casos se trata de la transgresión de una ley (...) (el) elemento sobrenatural constituye siempre una ruptura en el sistema de reglas prestablecidas y encuentra en ello su justificación” (Todorov, p. 131). Dependiendo de una u otra función, las reglas transgredidas serán sociales (censura) o literarias (función pragmática, función semántica o función sintáctica).
[5] Jackson, Rosemary. Fantasy: literatura y subversión. Buenos Aires, Catálogos, 1986, p. 69. A continuación, las citas se harán según esta edición.
[6] La relación con Todorov es evidente (ver nota 4).
[7] De la Motte-Fouqué, Friedrich. Ondina en Von Hofmannsthal, Hugo (comp.). Cuentos románticos alemanes. Madrid, Ediciones Siruela, 1992, p. 406. A continuación, las citas se harán según esta edición.
[8] “Cumplimientos de deseos, fuerzas secretas, omnipotencia de los pensamientos, animación de lo inanimado, de sobra comunes en los cuentos, no pueden ejercer en ellos efecto ominoso alguno, pues ya sabemos que para la génesis de ese sentimiento se requiere la perplejidad en el juicio acerca de si lo increíble superado no sería empero realmente posible, problema este que las premisas mismas del universo de los cuentos excluyen por completo” (Freud, p. 249).
[9] Von Chamisso, Adelbert. La maravillosa historia de Peter Schlemihl. Madrid, Anaya, 1982, p. 74. A continuación, las citas se harán según esta edición.
[10] Sería interesante analizar la cuestión del doble entre Peter Schlemihl y el mismo Chamisso, a partir de ciertos datos extratextuales, como por ejemplo la forma de vestir del personaje y del autor (que era la misma), la afición por la botánica (compartida por los dos), el sirviente Bendel (ayudante de Chamisso en el ejército), el perro Fígaro (también de Chamisso), el retrato de Schlemihl al que se hace referencia en “A Julius Eduard Hitzig, de Adelbert von Chamisso”, que consistía en un retrato del mismo Chamisso envejecido artísticamente, y, por último, el poema inaugural del relato, “A mi viejo amigo Peter Schlemihl”, en el que Chamisso señala que lo llamaban con el nombre de Schlemihl (“¿Dónde está tu sombra, Schlemihl? / gritaban detrás de mí.”) (Cfr. Von Chamisso. op. cit. Notas al pie de Manuela González-Haba de las páginas 54, 82, 160 y 162.)
[11] Hoffmann, Ernst Theodor Amadeus. “El hombre de la arena” en Cuentos 1. Madrid, Alianza, 1996, p. 63.


BIBLIOGRAFÍA:
- De la Motte-Fouqué, Friedrich. Ondina en Von Hofmannsthal, Hugo (comp.). Cuentos románticos alemanes. Madrid, Ediciones Siruela, 1992.

- Freud, Sigmund. “Lo ominoso” en Obras Completas (vol. XII). Buenos Aires, Amorrortu, 1991.

- Hoffmann, Ernst Theodor Amadeus. “El hombre de la arena” en Cuentos 1. Madrid, Alianza, 1996.

- Jackson, Rosemary. Fantasy: literatura y subversión. Buenos Aires, Catálogos, 1986.

- Todorov, Tzvetan. Introducción a la literatura fantástica. México D. F., Coyoacán, 2003.

- Von Chamisso, Adelbert. La maravillosa historia de Peter Schlemihl. Madrid, Anaya, 1982.

16 de diciembre de 2008

LO REAL Y LO SOBRENATURAL, TRES TIPOS DE RELACIONES EN TRES RELATOS FANTÁSTICOS

.

LO REAL Y LO SOBRENATURAL: un breve recorrido teórico.


        La presencia de lo sobrenatural es esencial a la hora de designar a un texto como fantástico. Cuando H. P. Lovecraft, en El horror sobrenatural en la literatura (título que ya evidencia la importancia que el autor le otorga a lo sobrenatural), define las condiciones del género, asegura:


        “Los genuinos cuentos fantásticos incluyen algo más que un misterioso asesinato, unos huesos ensangrentados o unos espectros agitando sus cadenas según las viejas normas. Debe respirarse en ellos una definida atmósfera de ansiedad e inexplicable temor ante lo ignoto y el más allá; ha de insinuarse la presencia de fuerzas desconocidas, y sugerir, con pinceladas concretas, ese concepto abrumador para la mente humana: la maligna violación o derrota de las leyes inmutables de la naturaleza, las cuales representan nuestra única salvaguardia contra la invasión del caos y los demonios de los abismos exteriores.”[1]


        Dicho de otra manera, para que un cuento fantástico sea genuino debe procurar generar una atmósfera determinada: “de ansiedad e inexplicable temor”. Esta atmósfera es, a su vez, el resultado de la violación de las leyes de la naturaleza ocasionada por la “invasión” de seres o fuerzas (caóticas) desconocidas provenientes de “abismos exteriores”. Así, algo que proviene de afuera (de un “más allá” desconocido), algo que es sobrenatural, viola la ley de lo natural y genera esa atmósfera particular de lo fantástico. “La atmósfera es siempre el elemento más importante” (Lovecraft, p. 13), asegura Lovecraft, y esto es así porque es ella la que provoca esa reacción de horror en el lector, que es constituyente del género: “Podemos juzgar un cuento fantástico, entonces, no a través de las intenciones del autor o a la pura mecánica del relato, sino a través del nivel emocional que es capaz de suscitar por medio de sus más pequeñas sugerencias sobrenaturales” (Ibidem).[2]

        Del mismo modo, Lois Vax, en Arte y literatura fantásticas, plantea también, como constitutivo de lo fantástico, la “irrupción”[3] de un elemento sobrenatural en los dominios de lo real, que provoca, asimismo, un “particular estremecimiento” (Vax, p. 9) y “nos intranquiliza” (Vax, p. 6):


“El arte fantástico debe introducir terrores imaginarios en el seno del mundo real” (Vax, p. 6).
“No es otro universo el que se encuentra frente al nuestro; es nuestro propio mundo que, paradójicamente, se metamorfosea, se corrompe y se transforma en otro” (Vax, p. 17).
“La ocasión propicia para que surja lo fantástico es aquella en que la imaginación se halla secretamente ocupada en minar lo real, en corromperlo. Entonces nos sentimos ante una subversión, ante una parodia monstruosa” (Vax, p. 41).


        Vax introduce, como se ve, la idea de corrupción del mundo real por parte de lo sobrenatural. No obstante, es necesario aclarar que para Vax, lo sobrenatural no pierde su carácter de natural. A diferencia de Lovecraft, que se centra en la cuestión de la atmósfera y no analiza la noción misma de lo sobrenatural (llamándolo simplemente “lo ignoto”, Lovecraft p. 12, “lo desconocido”, Lovecraft p. 13), Vax sostiene que lo sobrenatural no es en absoluto ajeno a lo natural mismo: “El autor no crea fríamente sus monstruos, sino que siente cómo llegan a ser monstruos los seres y las cosas que lo rodean” (Vax, p. 17). De esta manera, “El ideal sería no inventar ningún detalle, sino ordenar hechos conocidos por todos en un sistema que, según se sabe, no corresponde al de la verdad” (Vax, p. 109). Dicho en otras palabras, lo sobrenatural no vendría en Vax de un más allá como en Lovecraft, sino que surgiría del más acá, sólo que metamorfoseado y presentado de una manera tal que se nos mostraría como algo desconocido y extraño. Sin embargo, la consecuencia sería similar en ambos autores: un efecto particular en el lector; el horror (en Lovecraft) y el estremecimiento y la intranquilidad (en Vax) ante la corrupción o la violación de lo real por un elemento extraño.

        Por último, Tzvetan Todorov, en Introducción a la literatura fantástica, afirma, al igual que los autores ya mencionados, que lo fantástico es una literatura de efecto, aunque no es ya horror lo que produce, ni intranquilidad, sino vacilación:


“Llegamos así al corazón de lo fantástico. En un mundo que es el nuestro, el que conocemos, sin diablos, sílfides, ni vampiros se produce un acontecimiento imposible de explicar por las leyes de ese mismo mundo familiar. (...) Lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural.”[4]

“El temor se relaciona a menudo con lo fantástico, pero no es una de sus condiciones necesarias” (Todorov, p. 31).


        De esta manera, se produce en el plano de lo real un acontecimiento sobrenatural que lleva al lector[5] a vacilar en lo que se refiere a su interpretación de dicho acontecimiento (es decir, entre considerarlo como algo natural o como algo verdaderamente sobrenatural). Según Todorov, la vacilación tiende a durar lo que dura la lectura, ya que, por lo general, el lector termina por decidirse entre una de estas explicaciones: o considera al acontecimiento como algo explicable en forma racional (orientándose así hacia el género de lo extraño) o como algo efectivamente sobrenatural, admitiendo con esto la posibilidad de que el mundo conocido posea un costado oculto, con leyes asimismo ocultas que se desconocen (acercándose al género de lo maravilloso). Además, la ausencia de decisión y la permanencia en la vacilación una vez concluida la lectura también es posible; se estaría en este caso frente a un ejemplo de lo fantástico puro[6]. En Todorov, y de forma similar en los otros autores, lo sobrenatural irrumpe en el plano de lo real, en ese mundo conocido y explicable por leyes naturales, y genera una reacción en este plano, específicamente una vacilación en el lector (implícito) del texto, que puede o no decidirse por una explicación específica del fenómeno.

        Como puede verse, entonces, los tres autores mencionados, al definir el género fantástico, coinciden en que una de las condiciones principales del género es la irrupción de un acontecimiento extraño o sobrenatural en el plano de lo real (el mundo cotidiano, de todos los días), que pone en duda, corrompe o incluso derrota a las leyes naturales que lo rigen. Esta irrupción genera, a su vez, una determinada reacción en el lector del texto, que puede o no coincidir (según Todorov generalmente lo hace) con el personaje del mismo. Según el autor, puede hablarse de una reacción de horror (Lovecraft), estremecimiento e intranquilidad (Vax) o vacilación (Todorov). Dicho en forma esquemática, la relación entre lo real y lo sobrenatural se daría de la siguiente manera:


LO SOBRENATURAL (perturba/influye en) LO REAL


        A continuación se analizará esta irrupción de lo sobrenatural en el plano de lo real (y su consecuente perturbación e influencia) en tres narraciones fantásticas de tres escritores alemanes: “La historia del buque fantasma” de Wilhelm Hauff, “La araña” de Hans Heinz Ewers y “El juego de los grillos” de Gustav Meyrink.




LO REAL PERTURBADOR: “La historia del buque fantasma” de Wilhelm Hauff.


        Como se vio en el apartado anterior, la irrupción de un elemento sobrenatural en el mundo real y cotidiano es una característica fundamental de lo fantástico como género. En especial con Vax, se pudo ver también cómo la relación del plano de lo sobrenatural con el de lo real se basa en una corrupción de éste producida por aquél. Ahora bien, si se analiza “La historia del buque fantasma” (1825/26), de Wilhelm Hauff, queda en evidencia una cuestión significativa: en este cuento no es lo sobrenatural lo que influye en lo real, sino que, por el contrario, es lo real lo que influye en lo sobrenatural, perturbándolo.
A medida que el cuento avanza, todo parece indicar que los hombres son víctimas y están a la merced de lo sobrenatural: una fuerte tormenta relacionada con la aparición de un buque fantasmagórico, que merece el epíteto de “la muerte”[7] por parte del capitán del barco en que viajan los protagonistas; el mismo buque fantasmagórico que se conduce solo, impidiendo su arribo a tierra; una serie de muertos que adquieren vida por las noches; etc. Pero esto es así sólo en apariencia, ya que al avanzar la narración todavía más, puede verse que la relación entre lo real y lo sobrenatural es diferente; de hecho, completamente opuesta. En el cuento de Hauff, el plano de lo real se coloca siempre en una posición influyente en relación al plano de lo sobrenatural.

        Como puede constatarse a lo largo del relato, todo intento de dominar lo real a través de elementos sobrenaturales es en vano. Antes de que estallara la tormenta, apenas comenzada la narración, el capitán del barco en que viaja el narrador y su criado “mandó a leer unos versículos del Corán” (Ibidem) para protegerlos. Pero, como el mismo narrador afirma: “¡Todo inútil!” (Ibidem), la tormenta desencadena su furia y el barco se hunde. Ya en esta primera escena queda en claro una cuestión que se repetirá hasta el final del cuento: los recursos de lo sobrenatural (en este caso los versículos del Corán, que debían proteger al barco) no pueden hacer nada frente a lo real (aquí la tormenta, que si bien la tripulación la relaciona con el buque fantasma, ya se hablaba de ella antes de la aparición de éste).

        No obstante, la naturaleza supersticiosa de los personajes les impide ver esta contundencia de lo real (en tanto influencia y perturbación) frente a lo sobrenatural. En diferentes ocasiones, le otorgan a lo sobrenatural ciertas características incomprobables en el texto, por ejemplo la relación barco-tormenta que se acaba de mencionar. A pesar de lo que suelen creer los personajes, lo real influye en lo sobrenatural y no viceversa. Todos los miedos que despierta lo sobrenatural terminan siendo infundados. Una vez que el narrador y su viejo criado suben al buque fantasma, sienten miedo al encontrarse con la tripulación de cadáveres que adquieren movilidad por las noches. Si bien pudieron atravesar la primera noche sin sufrir daño alguno, temen que aquellos muertos-vivientes (para llamarlos de alguna manera, ya que no están ni muertos ni vivos) les hagan daño la segunda. Por esto mismo, se encierran en una habitación resguardados por el nombre del Profeta escrito en sus cuatro rincones y por el rezo conjunto de algunos versículos del Corán y de una frase “contra los fantasmas y las brujerías” (Hauff, p. 45). Al parecer, todas las precauciones surten efecto, ya que si bien los fantasmas adquieren vida y se mueven con gran algarabía, ninguno se acerca al narrador o a su criado para hacerles daño. Sin embargo, luego nos enteramos de que los protagonistas no estuvieron exentos del peligro gracias a los versículos del Corán, al nombre del Profeta o a la frase contra los fantasmas, sino que lo estuvieron debido a que los muertos-vivientes no podían hacerles daño, ya que estaban condenados a repetir sus últimos actos hasta que sus cabezas tocaran tierra, y en esos últimos actos no estaban incluidos estos personajes. Dicho de otra manera, debido a la maldición que había caído sobre la tripulación del buque fantasma, éstos debían reproducir, sin que pudieran evadirse, una serie de comportamientos determinados, por lo que el narrador y su criado habrían estado a salvo independientemente de las protecciones sobrenaturales que invocaron. En este relato, aquellos que pertenecen al plano de lo sobrenatural (los muertos-vivos) no pueden influir de ninguna manera sobre aquellos que pertenecen al plano de lo real (el narrador y su criado). Aunque esto sí se da a la inversa: aquellos que pertenecen al plano de lo sobrenatural sólo pueden salvarse por la mediación de personas que pertenezcan al plano de lo real:


“-Gracias, extranjero desconocido (le dice al narrador el capitán del buque fantasma); me has salvado de un largo martirio. Hace cincuenta años que mi cuerpo navega por estos mares y mi espíritu estaba condenado a volver a él todas las noches. Pero ahora mi cabeza ha tocado tierra, y, perdonado, puedo volver al seno de mis padres” (Hauff, p. 49. Subrayado mío).


        Si no hubiese sido por la intervención del narrador, la tripulación del buque fantasma no habría podido tocar tierra ni haberse visto redimida de la maldición que pesaba sobre ella.

        Y llegamos aquí a un punto importante, que resume todas las características que venimos señalando a lo largo de este apartado: la maldición. La maldición no es más (ni menos) que una sentencia pronunciada en el plano de lo real, por una persona completamente real, que desencadena una respuesta en el plano de lo sobrenatural. No son los seres sobrenaturales los que pronuncian maldiciones, sino que son las personas reales los que lo hacen, perturbando con ello a los seres sobrenaturales, llevándolos a la acción. Los tripulantes del barco fantasma son maldecidos por un “derviche” (Hauff, p. 50) antes de ser asesinado y arrojado al mar. La misma noche del crimen, la maldición empieza a surtir efecto: primero la tripulación del buque se mata entre sí y luego comienza la maldición en sí misma, al condenarlos a la repetición de sus últimas acciones.

        Por otra parte, es significativo destacar la semejanza entre las categorías de “lo real y lo sobrenatural” en relación con las de “mal social y mal sobrenatural”. En este cuento de Hauff, la posición determinante de lo real se mantiene en lo que respecta al mal que trae aparejado: es la existencia de un determinado mal social perteneciente al plano de lo real (el crimen contra un hombre santo) lo que desencadena un mal sobrenatural como castigo (la repetición fantasmal del acto condenatorio). De esta manera, lo que ocurre en el plano de lo real (el mal social) provoca una respuesta en el plano de lo sobrenatural, y, como se analizó antes, es sólo a partir de una nueva intervención del plano de lo real que el mal sobrenatural puede remediarse y llegar a su fin.

        La posición perturbadora de lo real y del mal social que se desencadena en dicho plano puede leerse en relación al texto “De la agresión al miedo. Sobre la evolución de la novela corta en Alemania” de Winfried Freund. En una lectura social y política, Freund analiza ciertos relatos de Hauff (en especial Fantasías en el Ratskeller de Bremen), juntos con los de otros románticos como Mörike, Tieck o Hoffmann, viendo lo fantástico como una crítica agresiva dirigida a la sociedad contemporánea. Freund se centra principalmente en las formas de organización política y social que impiden la realización y expansión del individuo, pero si dejamos de lado esta crítica estrictamente social y política y nos centramos en la idea misma de crítica, podemos ver que “La historia del buque fantasma” es también una crítica a un comportamiento delictivo. En la historia se puede ver “el castigo al final de la ficción narrativa”[8] o la “irrupción de las figuras fantásticas como espíritus de la venganza o como encarnación de lo negativo” (Freund, p. 13), y si bien es verdad que no puede verse con claridad una crítica a la sociedad política (el crimen es efectuado en medio del mar, por personas que poco tienen que ver con sujetos encarnadores de valores o vicios generales de la época), también es cierto que, no obstante esto, se puede leer el relato como “una literatura fantástica orientado hacia lo externo” (Ibidem), en donde el “imperativo crítico” (Ibidem) no estaría orientado hacia un sistema político en general, sino a un comportamiento maligno y delictivo en particular.

        Por último, siguiendo el esquema utilizado en el apartado anterior, la relación de causalidad entre lo real y lo sobrenatural se daría de la siguiente manera:


LO REAL (perturba/influye en) LO SOBRENATURAL


        De esta manera, podemos ver cómo en “La historia del buque fantasma” de Wilhelm Hauff la relación entre lo real y lo sobrenatural se da de forma completamente opuesta a la planteada por Lovecraft, Vax y Todorov: lo sobrenatural en este relato es consecuencia de una acción desarrollada en el plano de lo real (el crimen primero y la maldición después), viéndose de esta manera lo sobrenatural perturbado por lo real y no al revés. Lo sobrenatural es consecuencia de lo real, y es sólo la influencia de lo real (la intervención de personas reales que lleven los cuerpos malditos a tierra firme) la que puede incidir en lo sobrenatural para eliminarlo y restituir el orden perturbado.




LO SOBRENATURAL PERTURBADOR: “La araña” de Hans Heinz Ewers.


        Como se vio en el apartado anterior, en “La historia del buque fantasma” de Wilhelm Hauff lo real se halla en una posición de superioridad con respecto a lo sobrenatural, influenciándolo y perturbándolo. Hasta tal punto esto es así que es la existencia de un determinado mal social, el crimen, lo que desencadena un mal sobrenatural, el cual sólo puede ser remediado por una nueva intervención del plano de lo real. Ahora bien, si se observa el cuento “La araña” (1907), escrito casi un siglo más tarde por Hans Heinz Ewers, podremos ver un ejemplo opuesto. En efecto, en dicho cuento no es lo real lo que se encuentra por sobre lo sobrenatural, sino que, por el contrario, es lo sobrenatural lo que se halla en una posición de preeminencia en relación a lo real.

        La preeminencia de lo sobrenatural en el cuento de Ewers, y a diferencia del cuento de Hauff, se puede ver en el hecho de que la existencia misma de lo sobrenatural no necesita en absoluto de una intervención de lo real: aquel plano existe independientemente de éste. Mientras que en “La historia del buque fantasma” lo sobrenatural era consecuencia de lo real, en “La araña” existe por sí solo, sin que hubiera ninguna relación de tipo causal. Cuando Richard Bracquemont comienza a tener contacto con ese ser sobrenatural al que llama Claramunda, éste ya tiene una existencia previa e independiente a las acciones y aspiraciones de Richard. La existencia sobrenatural de Claramunda se nos vuelve así un misterio; no podemos darle una explicación porque dicha existencia trasciende los límites del cuento, extendiéndose a un momento anterior a la narración y, por ende, desconocido para el lector o, incluso, para los personajes mismos[9]. Además, esta independencia de lo sobrenatural con respecto a lo real puede verse en el ambiente mismo en que habita. Uno y otro plano se encuentran claramente divididos y separados, no hay una interferencia material entre ellos: de un lado de la calle, Richard Bracquemont con su investigación; del otro, Claramunda con su interminable acción de tejer; y en el medio, la calle, sólo atravesada por Claramunda después de abandonar su apariencia de mujer, convertida en una araña concreta y material que reclama a su presa.

        No obstante, la relación entre ambos planos no se presenta con claridad desde un comienzo. Cuando Richard comienza a jugar con Claramunda, está convencido de que es él quien dirige el juego, mientras que Claramunda no haría más que repetir sus gestos. Pero esta convicción no durará mucho tiempo, y la preeminencia de lo sobrenatural no tardará en manifestarse: “No era ella quien repetía mis movimientos, sino yo que reproducía los suyos, de manera tan instantánea que me parecía a mí ser el iniciador”[10]; “Yo, que estaba tan orgulloso de transmitir mis pensamientos, y estaba bajo su influencia” (Ibidem). De esta manera, es en realidad Claramunda la que dirige el juego, obligando a Richard, a través de su influencia, a hacer sólo aquello que ella le manda hacer.

        Esta preeminencia de lo sobrenatural frente a lo real es tal que el ser natural se encuentra completamente anulado frente al ser sobrenatural. A medida que Richard avanza con la narración se da cuenta de que no puede resistirse a la influencia de Claramunda; no es dueño de sus movimientos y hará cualquier cosa que Claramunda le indique hacer. Así, lo real sólo puede emular a lo sobrenatural: Claramunda sonríe, Richard sonríe; Claramunda gesticula, Richard gesticula; Claramunda anula su teléfono, Richard anula el suyo; Claramunda exige un suicidio, Richard obedece. No importa lo que el hombre natural haga, no importa que Richard comience a escribir de manera compulsiva su nombre en una hoja como un último intento de autonomía individual, la mujer sobrenatural es su dueña y le indicará lo que tiene que hacer. Y, efectivamente, lo hace: Richard aparece muerto en las mismas condiciones en que antes habían aparecido sus predecesores, con una soga al cuello, con los pies arrastrados por el piso, y con una araña inmiscuida en su cuerpo, como última instancia de lo sobrenatural en su posesión de lo real.

        Esta figura de la posesión nos remite una vez más al texto de Winfried Freund, mencionado en el apartado anterior en relación al cuento de Hauff. En dicho texto, Freund incluye tanto a Ewers como a Meyrink (de quien hablaremos en las páginas sucesivas) en la corriente denominada “neorromanticismo” (Freund, p. 18), cuya literatura “recurre al patrón de lo fantástico orientado hacia lo interno acuñado por el Romanticismo” (Freund, p. 19) posterior al romanticismo crítico, orientado hacia lo externo, al que pertenecía Hauff. Esta corriente en que se insertan los neorrománticos pone en escena el temor por la propia identidad: “En lugar de la agresión crítica contra un sistema represivo, apareció el temor ante la autodestrucción interna” (Freund, p. 14). Y esta autodestrucción interna junto con la pérdida de la identidad es justamente lo que ocurre con Richard Bracquemont: se puede ver “la confusión del individuo impotente” (Freund, p. 15) frente a Claramunda, que por su parte produce un “determinismo externo del hombre” (Freund, p. 18) y lo arrastra, de esta manera, a “un ocaso trágico” (Freund, p. 14). Ahora bien, esta orientación hacia lo interno impide ver con claridad la relación que en Hauff aparecía más claramente: la del mal social y la del mal sobrenatural.

        En una sociedad positivista, un mal social podría ser todo aquello que conservara una naturaleza misteriosa, que no puede ser explicado racionalmente. En este caso, las muertes dudosas ocurridas en la habitación número siete del pequeño hotel Stevens bien podrían ser consideradas un mal social. Una prueba de que la muerte dudosa sería un mal social se encontraría en la intervención de la policía (reguladora del bien social) en la investigación de lo que a simple vista no serían más que “dos misteriosos suicidios” (Ewers, p. 120), que, aunque misteriosos, suicidios al fin. No obstante, esto no es así, ya que el comisario interviene no por considerar a los suicidios como males sociales, sino porque la dueña del hotel, la señora Dubonnet, a quien conocía personalmente, se lo pidió como favor por ver afectado su negocio. Además, si bien el impulso por desentrañar el misterio también alcanza a Richard Bracquemont, él tampoco se dirige al hotel por considerar a los suicidios males sociales, sino que sus motivos son un tanto menos heroicos: él sólo quiere desentrañar el misterio para hacerse famoso, triunfar y así “conquistar París” (Ewers, p. 137). Como puede observarse, las muertes dudosas se convierten para uno en un mal económico (la Señora Dubonnet) y para otro en una posibilidad de triunfo (Richard Bracquemont), pero para ninguno en un mal social.

        De esta manera, no hay una relación entre un mal social (que incluso en el relato no queda en claro de que efectivamente haya uno) y el mal sobrenatural (el apetito voraz de Claramunda, que posee e induce al suicidio a cuanto hombre se hospeda en la habitación número siete del pequeño hotel). Una vez más, y como analizamos en las páginas precedentes, lo sobrenatural está por encima de lo real, influenciándolo pero sin ser influenciado por él: el porqué de los actos maléficos de Claramunda nadie lo sabe, sólo se puede especular con cierta naturaleza arácnida en ella que nos llevaría a creer que su comportamiento no es más que el comportamiento típico de la araña en su momento de apareamiento, pero todo esto no son, justamente, más que especulaciones.

        Retomando lo analizado en el primer apartado, la relación entre lo real y lo sobrenatural podría esquematizarse de la siguiente manera:


LO SOBRENATURAL (perturba/influye en) LO REAL


        En este caso, y a diferencia de lo que ocurría en Hauff, se cumple lo planteado por los teóricos Lovecraft, Vax y Todorov. Lo sobrenatural es lo que perturba e influye sobre lo real, mientras que lo real no puede más que obedecer las directivas recibidas por lo sobrenatural, dándose así una relación de causalidad unidireccional[11].




LO REAL Y LO SOBRENATURAL INTERDETERMINADOS: “El juego de los grillos” de Gustav Meyrink.



        Hasta el momento, se pudo ver en el cuento de Hauff “La historia del buque fantasma” y en el cuento de Ewers “La araña” dos ejemplos diferentes de la relación que se puede establecer entre lo real y lo sobrenatural. A continuación, se analizará el cuento “El juego de los grillos”, de Gustav Meyrink, publicado en 1916, a casi un siglo del relato de Hauff y a una década del de Ewers.

        Al igual que en los cuentos anteriores, lo sobrenatural ingresa en este relato a través de una narración en primera persona, que comparte lo sucedido desde una perspectiva personal: en Hauff se puede ver la narración oral en una caravana; en Ewers, la presencia de un diario deja constancia de las experiencias sobrenaturales de Richard; y aquí, en Meyrink, las peculiares vivencias de Johannes Skoper son narradas por él mismo a través de una carta. Además, y al igual que en Ewers con su crónica tipo periodística, en Meyrink este registro en primera persona es acompañado por otro en una tercera persona impersonal, que informa al lector sobre aquello que se le escapa al mismo personaje/narrador. De esta manera, a través del discurso de Skoper el lector tiene conocimiento del extraño y sobrenatural (principalmente por su carácter anti-natural) juego de los grillos, mientras que por la narración impersonal se puede ver con claridad, a través de las nubes con el rostro del Samtche Mitchebat, las verdaderas consecuencias de dicho juego.

        A diferencia de los cuentos analizados anteriormente, en “El juego de los grillos” no puede verse una relación clara de causalidad y determinación entre el plano de lo real y el plano de lo sobrenatural. En este cuento de Meyrink, la relación entre el mundo natural y el mundo sobrenatural es de una complejidad tal que no se puede afirmar que uno perturbe al otro sin ser, a su vez, perturbado él mismo por la perturbación que provoca. Dicho con otras palabras, no habría una perturbación o una determinación de un plano a otro de un modo unidireccional, sino que dicha perturbación sería recíproca.

        Johannes Skoper, hombre real perteneciente al mundo de lo real (el hecho de que sea un científico no es un dato menor), decide asumir voluntariamente la responsabilidad que implica ver las artes secretas del Dugpa Samtche Mitchebat, maestro entre los tibetanos, sin detenerse a considerar “las perturbaciones que con ello ocasionaría en el reino de las causas (...) si es que no ocurre algo muchísimo peor”[12]. Esta hybris de Skoper, este deseo de conocer algo que no debería estar a su alcance, genera una reacción en el mundo de lo sobrenatural, poniendo en marcha una serie de fuerzas destructivas que, aunque no se pueden ver, están materialmente representadas en la furia destructiva de los grillos en el juego que lleva su nombre[13]. Además, este desequilibrio y esta destrucción no recae sobre el mundo sobrenatural mismo, sino que vuelve al mundo natural de Johannes Skoper: en este mundo real, las perturbaciones generadas por la fuerza sobrenatural liberada produce algo peor que un desequilibrio, da pie a la primera gran guerra del siglo XX, la Primera Guerra Mundial (por otra parte, también simbolizada en el cruento juego de los grillos).

        Queda entonces evidenciada la comunicación entre los dos mundos a la que hacíamos referencia anteriormente: una resolución en el plano de lo real (la decisión de Skoper de ver las artes del Samtche Mitchebat) produce una perturbación en el plano de lo sobrenatural (lo sobrenatural abandona su lugar secreto para mostrarse a un hombre natural), lo que a su vez perturba al mundo real mismo (las perturbaciones de lo sobrenatural en el mundo real desencadenan una catástrofe de dimensiones colosales: la Primera Guerra Mundial). Siguiendo los esquemas utilizados, la relación entre lo real y lo sobrenatural se podría graficar de la siguiente manera:


LO REAL (perturba/influye en) LO SOBRENATURAL (y viceversa)



        Por otra parte, esta comunicación entre el mundo de lo real y el de lo sobrenatural puede verse simbolizado en la figura del Samtche Mitchebat, ese ser misterioso, “que ya no debe ser designado como hombre” (Meyrink, p. 51) y que no se sabe si pertenece a uno u otro mundo, como puede verse en el siguiente diálogo entre Skoper y el jefe de su caravana, un tibetano oriental:


“-El Samtche Mitchebat. (Dice el tibetano.)
“-¿El que ahora es casi nuestro vecino?
“-Sí, pero es sólo su reflejo el que se encuentra ahora cerca de este campamento; aquél que él es en realidad está en todas partes. Y puede no estar en parte alguna si quiere.
“-¿Eso quiere decir que puede volverse invisible? –tuve que sonreír a pesar mío-, ¿quieres insinuar acaso que a veces está dentro del mundo en que vivimos y a veces fuera de él; que a veces está y otras veces no?
“-Un nombre también está solo cuando se lo pronuncia, y cuando no se lo pronuncia no está más –fue la respuesta del tibetano” (Meyrink, p. 53).


        Como puede verse, la naturaleza híbrida del Samtche Mitchebat, que va desde una existencia natural-corporal (como cuando se presenta ante Johannes Skoper) hasta una sobrenatural (como la enorme nube que se eleva en el horizonte al final del relato) figuraría la complejidad misma del mundo en que se mueven los personajes, a veces real, a veces no tanto: “¡todas esas cosas no podían ser reales! Realidad, fantasía, visión... ¿qué era verdad, qué era mentira?” (Meyrink, p. 59), llega a exclamar Skoper, en el límite de su desconcierto, después de presenciar “el juego mágico de los grillos” (Meyrink, p. 57).

        Por último, se puede seguir la misma cadena de razonamientos utilizada hasta el momento para analizar la relación entre el mal social y el mal sobrenatural que se desprende del relato. En efecto, la interdeterminación se mantiene también en relación a estas categorías, en donde el mal social por excelencia (la guerra) es producto de un mal sobrenatural (la liberación de fuerzas que se supone deberían permanecer encubiertas), que a su vez es desencadenado por otro mal social (la hybris del personaje Johannes Skoper)[14].




CONCLUSIÓN:


        A lo largo del trabajo se demostró cómo la relación entre lo real y lo sobrenatural, fundamental en el género fantástico, puede asumir características diferentes que van desde una perturbación o una determinación causal unidireccional de uno sobre el otro (ya sea de lo real sobre lo sobrenatural, como en Hauff, o de lo sobrenatural sobre lo real, como en Ewers) a una interdeterminación recíproca (Meyrink). Así, pudimos ver cómo de los tres relatos analizados sólo uno, “La araña” de Ewers, responde a los trabajos teóricos realizados por tres estudiosos del género como Lovecraft, Vax y Todorov, que definen a lo fantástico como un género de efecto, el cual es producido por la perturbación que genera en el lector la irrupción de un elemento sobrenatural en el mundo real y cotidiano. Además, también se pudo observar el hecho de que la relación entre el mal social y el mal sobrenatural esta directamente marcada por la relación entre lo real y lo sobrenatural; por esto mismo, en el texto de Hauff es el mal social lo que desencadena un mal sobrenatural, mientras que en el texto de Ewers la existencia preeminente de lo sobrenatural no requiere de un mal social para su existencia, hasta que, por último, en el cuento de Meyrink el mal sobrenatural es una consecuencia del mal social que a su vez es condicionado por el mal sobrenatural en una cadena de perturbaciones recíprocas.

        Por otra parte, a la luz de estas conclusiones, es significativo volver a analizar aquellas primeras personas del singular que conforman las voces narrativas de los tres relatos. Como se vio anteriormente, en el texto de Hauff la voz narrativa pertenece a un individuo extranjero, un musulmán de la región de Basora, llamado Achmet, quien cuenta su historia en una caravana para entretenimiento de sus compañeros de viaje. En Ewers, la voz narrativa le pertenece (con excepción de la crónica tipo periodística) a Richard Bracquemont, estudiante de medicina, quien relata sus experiencias ante lo sobrenatural a través de un diario íntimo. Por último, en Meyrink tenemos una primera persona del singular en la carta que el científico Johannes Skoper le envía a sus colegas relatándoles sus experiencias entre los tibetanos. De esta manera, se puede afirmar que la relación entre lo real y lo sobrenatural que se desprende de los discursos va en contra de las concepciones individuales de los personajes narradores mismos, generando así una paradoja. En efecto, de los tres narradores sólo uno cree de una manera a priori en lo sobrenatural: Achmet, quien por otra parte deja entrever en su discurso el lugar preeminente de lo real frente a lo sobrenatural. Los otros dos narradores tienen en común el hecho de ser hombres de ciencia y de expresarse en la forma más elaborada de la escritura; sin embargo, y en contradicción con lo que se supone debería suceder en el escrito de un científico, lo sobrenatural adquiere aquí un estatuto de superioridad, perturbando lo real ya sea de manera unidireccional (“La araña”) o de manera recíproca pero de dimensiones catastróficas (“El juego de los grillos”).

        Por último, y antes de terminar, es necesario aclarar que este trabajo no intenta establecer los diferentes tipos de relaciones entre lo real y lo sobrenatural como ejemplos universales de diferentes momentos históricos. Simplemente, se analizaron aquí tres relatos que ejemplifican tres tipos de relaciones entre lo real y lo sobrenatural, sin que esto implique una hipótesis de evolución en el tratamiento de estas categorías en el interior del género fantástico. En todo caso, queda abierto el camino para el estudio diacrónico de la relación entre ambos planos no sólo en la literatura fantástica en general, sino, dentro del género, en la literatura alemana en particular.


Notas:[1] Lovecraft, Howard Phillips. El horror sobrenatural en la literatura. Buenos Aires, Leviatán, 1998, p. 12. A continuación las citas se harán según esta edición.
[2] Es interesante señalar el hecho de que, para Lovecraft, el elemento sobrenatural es tan elemental a la hora de producir la atmósfera de ansiedad e inquietud y su consecuente reacción de horror en el lector, que llega a mencionar a los genuinos cuentos fantásticos como “cuentos sobrenaturales” (Lovecraft, p. 112).
[3] Vax, Lois. Arte y literatura fantásticas. Buenos Aires, Eudeba, 1965, p. 10. A continuación las citas se harán según esta edición.
[4] Todorov, Tzvetan. Introducción a la literatura fantástica. México, Coyoacán, 2003, p. 24. A continuación las citas se harán según esta edición.
[5] Todorov señala que se trata de un lector implícito al texto, que, como otros elementos, ya sean personajes, escenarios, etc., es construido por el texto mismo.
[6] Un ejemplo de lo fantástico puro dado por Todorov es Otra vuelta de tuerca de Henry James.
[7]Hauff, Guillermo. “La historia del buque fantasma” en Cuentos. Madrid-Barcelona, Calpe, 1920 (Colección Universal N° 159 y 160), p. 39. A continuación las citas se harán según esta edición.
[8] Freund, Winfried. “De la agresión al miedo. Sobre la evolución de la novela corta en Alemania” en R. Rohland de Langbehn, Miguel Vedda y Marcelo Burello (comp.), Teoría crítica de la literatura fantástica. Buenos Aires, OPFyL, 2005, p. 9. A continuación las citas se harán según esta edición.
[9] El hecho de que el cuento utilice como recurso, además de la crónica con tono periodístico, un diario íntimo, es significativo en este sentido. El lector, entonces, no sabe más sobre Claramunda de lo que sabe el narrador Richard Cracquemont (con excepción de un solo dato, el de la aparición de la araña en la escena de los suicidios), y los descubrimientos de uno van a la par de los descubrimientos del otro.
[10] Ewers, Hans Heinz. “La araña” en Gotthelf, Jeremías, La araña negra y otros cuentos aracnofóbicos. Buenos Aires, Terramar, 2005, p. 137. A continuación todas las citas se harán según esta edición.
[11] El hecho de que Richard fuera encontrado con una araña muerta entre sus dientes no nos lleva a creer que el plano de lo real tiene incidencia sobre el plano de lo sobrenatural. Si bien todo da a entender que la araña en los dientes de Richard es Claramunda, la verdad es que esa Claramunda no es exactamente la misma Claramunda que manipula a los hombres desde la distancia. En todo caso, se podría pensar que Claramunda abandona su esencia sobrenatural para adquirir una naturaleza material en el momento de acercarse a sus víctimas, y si eso es así, entonces Richard no mata a la Claramunda sobrenatural, sino que acabaría con su manifestación arácnida-carnal. Así, no habría un triunfo de lo real sobre lo sobrenatural, sino que, en todo caso, sería un triunfo de lo real sobre lo real mismo. No obstante, el relato, al narrarse, como se dijo, a través de los ojos de Richard y de una crónica tipo periodística, no proporciona datos al respecto.
[12] Meyrink, Gustav. “El juego de los grillos” en Murciélagos. Buenos Aires, NEED, 1998, p. 52. A continuación las citas se harán según esta edición.
[13] Con respecto a la representación del juego de los grillos, es significativo seguir el análisis que Manfred Lube realiza en “Gustav Meyrink como literato en Praga, Viena y Munich”. Según Lube, “en años tardíos el autor (Meyrink) se había vuelto escéptico en cuanto a las facultades del lenguaje y dudaba de que fuera posible expresarse con palabras” (Lube, Manfred. “Gustav Meyrink como literato en Praga, Viena y Munich” en R. Rohland de Langbehn, Miguel Vedda y Marcelo Burello (comp.), Teoría crítica de la literatura fantástica. Op. cit.). Este escepticismo explicaría, para Lube, que Meyrink se inclinara hacia tipos de arte cuya principal herramienta es la imagen, como por ejemplo el cine. Si bien no se relaciona directamente con el eje desarrollado en el presente trabajo, no deja de ser interesante y significativo mencionar que la representación misma del juego de los grillos responde perfectamente a esta postura de Meyrink señalada por Lube. Efectivamente, cuando el Samtche Mitchebat le muestra a Skoper sus artes no utiliza lenguaje alguno, sino que, por medio de “un sonido chirriante, suave y metálico” (Meyrink, p. 57), da inicio al violento juego, en el que, a su vez, prima la imagen y los chirridos fuertes, pero en ningún momento la palabra articulada, el lenguaje.
[14] Si bien es cierto que Johannes Skoper es un ser individual y que su mal podría ser considerado un mal individual antes que un mal social, también es cierto que a él se lo previene sobre “las perturbaciones que con ello ocasionaría en el reino de las causas” (Meyrink, p. 52), y al hacerse responsable de dichas consecuencias se estaría presentando como responsable de dicho “reino”, por lo que se transformaría en vocero y representante del reino de lo real, otorgándole a su mal individual un carácter general, o, dicho de otra manera, social.


BIBLIOGRAFÍA


· Ewers, Hans Heinz. “La araña” en Gotthelf, Jeremías, La araña negra y otros cuentos aracnofóbicos. Buenos Aires, Terramar, 2005.

· Freund, Winfried. “De la agresión al miedo. Sobre la evolución de la novela corta en Alemania” en R. Rohland de Langbehn, Miguel Vedda y Marcelo Burello (comp.), Teoría crítica de la literatura fantástica. Buenos Aires, OPFyL, 2005.

· Hauff, Guillermo. “La historia del buque fantasma” en Cuentos. Madrid-Barcelona, Calpe, 1920 (Colección Universal N° 159 y 160).

· Lovecraft, Howard Phillips. El horror sobrenatural en la literatura. Buenos Aires, Leviatán, 1998.

· Lube, Manfred. “Gustav Meyrink como literato en Praga, Viena y Munich” en R. Rohland de Langbehn, Miguel Vedda y Marcelo Burello (comp.), Teoría crítica de la literatura fantástica. Buenos Aires, OPFyL, 2005.

· Meyrink, Gustav. “El juego de los grillos” en Murciélagos. Buenos Aires, NEED, 1998.

· Todorov, Tzvetan. Introducción a la literatura fantástica. México, Coyoacán, 2003.

· Vax, Lois. Arte y literatura fantásticas. Buenos Aires, Eudeba, 1965.

.